Vamos a comenzar este artículo con una historia de Jesús y San Pedro, que quisiera que tuvieras en mente durante toda tu lectura. Esta es la historia que muchos conocen como Quo Vadis:
Y Pedro les dice ninguno de vosotros salga conmigo, sino que saldré solo, habiendo cambiado la manera de mis vestidos. Y mientras salía de la ciudad, vio al Señor entrar en Roma. Y cuando Pedro lo vio, dijo: Señor, ¿a dónde vas? (Quo Vadis, en latín) Y el Señor le dijo: Voy a Roma para ser crucificado. Y Pedro le dijo: Señor, ¿vas a ser crucificado otra vez? Él le dijo: Sí Pedro, voy a ser crucificado de nuevo. Y Pedro se volvió en sí mismo, y habiendo contemplado al Señor ascender al cielo, regresó a Roma, regocijándose y glorificando al Señor.
El texto apócrifo Hechos de Pedro, escrito en el siglo II, relata que Pedro murió crucificado cabeza abajo: “Les suplico a los verdugos, crucifíquenme así, con la cabeza hacia abajo y no de otra manera”.
Pedro, al encontrarse con Jesús, tuvo muy claro en su mente todo lo que vivió con el Maestro cuando lo acompañó por tres años. No tuvo el Señor más remedio que hacer una indicación a lo que el apóstol ya sabía. Pero, ¿Qué era esto que él sabía? Empezaremos haciendo una retrospectiva.
Jesús no llama a personas a seguirlo para investirlos de algún poder mágico o algún otro tipo de poder (mental, emocional, financiero) sobre otras personas, sino que llama a personas para configurarlos en Sí mismo. Esto significa que se vuelven similares a Cristo, como verdaderos hombres, no como Dios que solo es el Señor.
Jesús hizo pasar su “seminario” de tres años a sus doce apóstoles. Puso especial atención a su formación y les explicó profundamente cada cosa que ellos debían aprender. Cada parábola, cada comentario, cada acción y cada gesto les fue explicado.
Desde el discurso en el Monte hasta la Transfiguración, hubo una escuela donde el evangelio les fue explicado en todo su contexto. Pero el tema central de todas estas clases fue siempre el sufrimiento. Y Jesús no lo escondió en ningún momento.
El sufrimiento es signo y testigo de la vocación sacerdotal. La víctima del sacrificio sufre, y lo hace por Amor a los hombres. El sacerdote ofrece esta víctima en la Misa.
De esta manera el sufrimiento es signo de un Amor profundo a Aquel a quien se le entrega la vida, en virtud de la vocación, porque supone un amor por la obra, fuera de sus comodidades.
Cristo rechaza estas comodidades en el desierto (Cf. Mateo 4) y luego enseña esto a sus discípulos. Para parecernos a Él debemos dejar atrás aquello que más nos une a este mundo que queremos salvar, aunque esto parezca una paradoja.
Podemos ver esto claramente en el Evangelio de San Mateo. En el capítulo 16, Jesús tiene una conversación con sus discípulos sobre cómo Él debe morir para liberar al mundo:
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día. Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!». Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres! Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O, ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Mateo 16, 21-26
Vemos acá, el corazón de Pedro. Podemos apreciar que es uno que ama a Cristo realmente y que por eso no quiere verlo derramar su sangre. Sin embargo, Jesús le reprende como Maestro bueno que es, porque lo importante para Cristo no es sino otra cosa que cumplir la voluntad del Padre y esta es que el Mesías muera por los pecados de todo el mundo. Y Él debe enseñar esto a sus discípulos. Si el Maestro sufre, también lo hace el discípulo.
Y no es que a Jesús le guste vernos dolientes, llorando, amargados o enojados. O que su llamado nos indique que debemos hacer sufrir a los demás para salvarnos. No.
También pueden surgir preguntas como: ¿para qué sufrir? ¿cuál es el sentido? ¿acaso Dios no nos quiere felices? ¿Cómo encontrar la belleza del amor de Dios en medio del sufrimiento? ¿por qué me debo entregar yo y no Dios? Cristo nos enseña que al acoger el sufrimiento que nos trae la vida, saliéndonos de nosotros mismos, de nuestras comodidades, podemos liberar a los otros de sus propias cadenas. Ese es el sentido.
Dios quiere liberar y sanar los corazones de las personas por su propio consentimiento y para esto, nosotros debemos centrar nuestra mirada y nuestra voluntad en la misma dirección que los ojos y los designios de Dios.
Y Jesús también quiere que le ayudemos. Por eso llama a las almas, en sus distintas vocaciones, para que colaboremos con su obra salvífica. Pero, en el caso del sacerdote, lo hace de una manera mucho más profunda y con gran belleza, porque no solo se ofrece a sí mismo, sino a Cristo mismo a través de su persona y en su persona.
El camino de Pedro, Pablo y los demás apóstoles, está marcado profunda y enteramente por la belleza de este signo sacerdotal: el sacrificio, sufrimiento y apoyo es Cristo mismo que habita en cada presbítero, y en quien cada ministro está configurado.
San Pablo lo expresaría en dos maneras distintas en sus cartas:
· “En virtud de la Ley, he muerto a la Ley, a fin de vivir para Dios. Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gálatas 2, 19-20).
· “Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere. Tres veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: «Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad». Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (II Corintios 12, 7-10).
Y a estas palabras que pronuncia el apóstol es a las que se refiere también, cuando al ocaso de su vida le escribe a Timoteo para decirle que ha peleado bien la batalla de la fe y que le aguarda la corona de Victoria que el Señor le entregará, no solo a él sino a los que lucharon con amor.
Como vemos, el llamado de esta vocación es profundo y arraigado, tanto que el sacerdote se ve inmerso en una profunda lucha contra todo lo que podría tener y lo que podría experimentar. Es contra esta inclinación a lo fácil, al pecado y a la pereza que se debe luchar constantemente. Sobre todo, cuando el camino está dentro de este valle de lágrimas y espinas que es el mundo.
No hay servicio fácil para el cristiano, pero para el sacerdote no basta el servicio. Debe configurar su vida sobre los pasos de Jesús. Pasos que llevan al Calvario.
El precio del servicio es la cruz. Pero es evidente que somos nosotros quienes cargamos nuestras propias cruces, ¿cómo es posible que carguemos con la Cruz de otros? Eso en realidad es humanamente imposible. Sin embargo, Jesucristo pudo. La Cruz del Calvario es nuestra Cruz porque ahí se depositaron todos nuestros pecados.
El papel del Sacerdote es entonces ser el Cirineo de la vida de las personas y el Juan que está al pie de la Cruz junto al Maestro. Simón de Cirene carga la misma Cruz de Cristo, pero no es Cristo, sino que le ayuda; suma sus esfuerzos a los del Mesías y le ayuda a cumplir la Obra de la Redención.
San Juan Pablo II reconocería este ofrecimiento y la escuela que deja para él y todos los hombres de la tierra, especialmente a los sacerdotes, en la meditación del viacrucis:
Un hombre que venía del campo
entró en Jerusalén por negocios.
Ha ganado mucho:
cinco minutos en la historia de la salvación
y una frase en el Evangelio.
Ha conocido gratis el peso de la cruz.
Así se desvela el misterio.
La cruz es demasiado pesada para Dios,
que se ha hecho hombre.
Jesús necesita solidaridad.
El hombre necesita solidaridad. Vía Crucis en el coliseo presidido por el Santo Padre Juan Pablo II. Viernes Santo 2002
San Pablo sin hacer referencia directa a este acto, pero evidentemente motivado por los sentimientos que Cristo pone en el corazón a los consagrados, escribiría más adelante: “Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Gálatas 6, 2). Y amplía esta aseveración cuando escribe a los miembros de la Iglesia de Filipo: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Filipenses 2, 5-8).
Y San Pablo escribe confiadamente en que estas cosas corresponden total y completamente con el sacrificio de la Cruz. Además, está consciente de que estas cartas que escribe estarán primero en manos de los obispos y los presbíteros, muchos de los cuales él mismo ordenó, así que quiere asegurarse de transmitir aquello que Cristo quiere principalmente de ellos, que se vuelvan como él que se ha configurado en Cristo. El Apóstol es Persona Christi, “es la figura, el reflejo, la semejanza” de Cristo.
Pero primero, para ellos, debe ir al Calvario y ofrecer un solo sacrificio, como lo hizo San Juan, junto a la Cruz y luego, San Pedro y los demás en el Altar y también, más adelante con su propia vida.
Dice el catecismo en su numeral 766 que “la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz. “El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento”. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia” (SC 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz”. Podemos también afirmar, entonces, que todo el ministerio del sacerdote está originado en este costado de Cristo en el Calvario.”
Cristo amó tanto a esta Iglesia que se entregó en la Cruz para redimirla [1]. Ese fue el zenit de su amor y su sacrificio. En la Cruz está la escuela de todos los presbíteros y el sentido de su propia vocación: morir en Cristo a sí mismos, por amor a la Iglesia que le necesita.
Una vez que resucita, Jesús dedica tiempo para compartir con sus discípulos, en distintos espacios. Hay uno muy especial a orillas del mar de Galilea donde Jesús esperaba a sus discípulos cuando venían de realizar una pesca cerca del amanecer.
El Evangelio de San Juan nos da a entender que esta fue una de las primeras veces que lo encontraron. Y es un momento especial, porque Jesús confirma a sus apóstoles, especialmente a Pedro y no les condena, sino que los fortalece a todos y, de manera concreta a Simón Pedro.
En esa ocasión Jesús dice directamente a Pedro las siguientes palabras: ´En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras.´ Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme» (Juan 21, 18-19).
Y esto no se lo dice un Jesús colgado de la Cruz, sino uno resucitado, vivo, presente. Por eso, Pedro no duda en seguirlo por y para la salvación de las almas.
Ese mismo Cristo es el que les dice también a los sacerdotes de hoy: “sígueme”. Aunque sea a donde ellos no quieran ir, sino a donde Dios los quiere llevar para hacerse uno en Él.
[1] Filipenses 5, 25.
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Edwin Vargas
Publica desde marzo de 2021
Ingeniero de Sistemas, nicaragüense, pero, sobre todo, Católico. Escritor católico y consagrado a Jesús por María. Haciendo camino al cielo de la Mano de María.
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