El Papa Francisco ha instituido el Domingo de la Palabra de Dios en el tercer domingo del Tiempo Ordinario, este año celebrado el 26 de Enero. Esta fiesta sirve para recordar que la Palabra de Dios debe estar en el centro de nuestra vida, que es la luz que debe guiarnos a la santidad.
Buscamos respuestas a nuestras preguntas, pedimos explicaciones a Dios, frecuentemente nos quejamos de no oír su respuesta. Nos sentimos a oscuras, queremos entrar en diálogo con el Padre pero no escuchamos. Quizás es una señal para nuestro tiempo que se haya instaurado este Domingo de la Palabra, quizás es necesaria la humildad para escuchar desde el corazón todo aquello que creemos que ya nos sabemos de memoria.
La Palabra de Dios penetra hasta la división del alma y del espíritu. Hb 4,12
El sentido de nuestra vida es ser santos, ser cristianos, vivir siguiendo a Cristo. Encontraremos ánimo y gozo en la Palabra del Señor para llevar una vida como la de Cristo. En el Evangelio vemos cómo los discípulos escuchan a Cristo y, dejando todo atrás, le siguen, porque reconocen la Palabra viva.
No es una palabra escrita y muda, sino Palabra encarnada y viva. San Bernardo de Claraval, Homilia super Missus est, 4, 11
Este fiesta recién instituida debe estar presente durante todo el año, en toda nuestra vida y nuestras celebraciones. Es evidente que la Palabra de Dios no puede separarse de los sacramentos, a pesar de que muchas veces de manera inconsciente la pasamos por alto.
La Eucaristía es la presencia viva, real del Señor, pero muchas veces vamos a Misa y no estamos atentos al principio, o llegamos tarde; escuchamos las lecturas, los salmos y el Evangelio sin interés. Nos limitamos a estar presentes, opinar sobre la duración o calidad de la homilía y luego comulgar.
Tiene un sentido lleno de belleza que la liturgia de la Eucaristía esté precedida por la liturgia de la Palabra. Antes de recibir a Dios vivo necesitamos escucharle, preparar nuestra alma y llenarnos del Espíritu Santo. De esa forma nuestro corazón estará más estrechamente unido a lo que está aconteciendo, que es el sacrificio de Cristo.
La liturgia de la Palabra y la liturgia de la Eucaristía están tan estrechamente unidas que forman un único acto de culto. Sacrosanctum Concilium 56, Concilio Vaticano II
Proclamar la Palabra de Dios es escuchar al Verbo creador. La importancia que tiene una sola línea de la primera lectura es, sin duda, mucho mayor a cualquier homilía. Es la dinámica de la Palabra de Dios la que dirige toda la celebración eucarística. Cuando decimos que algo es “Palabra de Dios”, realmente tendríamos que sobrecogernos y comprender la belleza de esto. Estamos diciendo que esas palabras son especiales, que tienen el poder de transformar nuestra vida a partir de nuestro corazón dócil.
Por eso, las palabras que Jesucristo pronunció en la Última Cena, cuando el sacerdote, un hombre consagrado y escogido por Dios de forma particular, las pronuncia en la Consagración tienen como efecto la Transubstanciación, el gran misterio de nuestra fe. Creemos verdaderamente que el pan y el vino se transforman en Cuerpo y Sangre de Cristo, de forma viva, y que nosotros podemos recibirle.
Nuestra alma debe ser eucarística, pues un corazón que comulga cada día caminará hacia la santidad con mayores gracias. Y al recibimiento eucarístico debemos unir nuestro oído atento a escuchar dócilmente la Palabra. Dios pronuncia palabras en tu vida que te transforman, escuchar su voz y su voluntad convierte tu vida en una imitación de Cristo. La Palabra debe irrumpir en nuestras vidas cristificándonos, santificándonos, uniéndonos más al cuerpo de Cristo.
En nuestra vida, con la escucha continua de la Palabra de Dios en el corazón, somos configurados a imagen de Cristo. Nuestra naturaleza queda perfeccionada por la Gracia al escuchar la Palabra y secundar aquello a lo que llama. La Palabra no solo la podemos escuchar durante la Santa Misa, la lectura de la Palabra puede ser individual, en cualquier momento es posible escuchar a Dios. Cada día podemos acudir a la Palabra que es camino, verdad y vida. La belleza espectacular de los salmos es un ejemplo claro de qué es dialogar con Dios.
Ven y sígueme. Marcos 10, 17-27
Muchas veces nos preguntamos cómo es posible que alguien lo deje todo y siga a Dios. Es extraño que una mujer renuncie a todo, a la posibilidad de trabajar en aquello que le guste, o casarse y tener hijos; que permanezca virgen encerrada en un convento oculta a los ojos del mundo, etc. ¿Cómo alguien puede entregar su vida a la oración y la contemplación? Porque ha escuchado la Palabra de Dios y se fía de Quien más la ha amado. También podríamos pensar en cómo puede alguien jurar fidelidad a su esposo para toda la vida, sacrificarse por sus hijos, vivir dando la vida, etc. Sin la Palabra todo eso es imposible, es inútil y estúpido intentarlo.
La fuerza de la Palabra de Dios es dar la Gracia al hombre para que avance por el camino de santidad. Dios nos habla al corazón, no estamos solos, no estamos en un mundo sin esperanza ni respuestas. Es en el interior donde ocurre el gran diálogo entre el alma y su Creador. La Palabra es el diálogo que saca al pecador de barro y gracias el perdón lo eleva a la santidad y es promesa de vida eterna.
Si meditamos la Palabra, estará en nuestros pensamientos, nos guiará en nuestras preguntas, nos dará paz en la incertidumbre y fortaleza en momentos de temor. Es la belleza, la alegría y la fortaleza para amar; la reconocemos cuando la sentimos, la Palabra nos cambia y nos hace querer volver a Dios, querer permanecer siempre en Él. La misión de todo cristiano es ser apóstol, es predicar el Evangelio, la Buena nueva, y que la Palabra de Dios reine en nuestros corazones y en el mundo entero. Así que, ¿a qué esperas para hablar con Dios?
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Guadalupe Belmonte
Publica desde marzo de 2019
De mayor quiero ser juglar, para contar historias, declamar poemas épicos, cantar en las plazas, vivir aventuras... Era broma, solo soy aspirante a directora de cine, mientas estudio Humanidades y disfruto con todo aquello que me lleva Dios.
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