Todo en la liturgia de la Iglesia parece ir lento: desde el rito de entrada, los cantos, la proclamación de la Palabra… Seguramente habrás escuchado a personas quejarse de los largos sermones del sacerdote, y es que hasta en este sencillo aspecto la Iglesia va en contracorriente a nuestros ritmos de vida, a lo que nos exige el mundo, y también a nuestros pensamientos desbordados. El corazón humano no está educado para apreciar aquello que se desarrolla sin prisas; la belleza de los silencios largos y profundos; las preguntas sin respuesta explícita. Y justo así es el proceder de Dios. No se acomoda a nuestros tiempos y ansiedades; lo que muchas veces choca con nuestras expectativas y exigencias, haciéndonos experimentar una vida de insatisfacciones y vacíos, que buscan llenarse con alicientes momentáneos.
Llegar a la comprensión de que no somos criaturas para la inmediatez es una gracia escasa por estos días; pues el hombre es la creación más plena, más elaborada de Dios, no producto de momentos, de afanes o caprichos; todo lo que somos hoy es resultado de una larga y remota historia que no se detiene, ni obedece a decisiones humanas. Miremos por ejemplo la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. Fue necesario que el hombre llegará a la “plenitud de los tiempos” (cfr. Gálatas, 4, 4) para que Dios nos enviara a Su Hijo: nada en el plan de Dios es producto del azar.
No obstante, para nadie es un secreto que estamos inmersos en la época de las mentes ansiosas, esas que complejizan la realidad y se sumergen en viajes imaginarios que poco tienen que ver con lo que está pasando en el presente, en el ahora; lo que es propio del ritmo de vida acelerado de nuestros días.
Todo ello es solo un resultado, de los muchos, del hecho de que la persona se ha empezado a concebir como un producto más de la sociedad: medible, cuantificable, que si no da los frutos esperados debe ser desechado. Aunque la ansiedad es muy común en nuestros días, no es un fenómeno nuevo, en todas las épocas han existido personas ansiosas.
Pero en sí el problema central de la ansiedad es que nos hace desviar el foco de lo esencial, haciendo imperceptible la belleza de lo que está ocurriendo en el momento presente, como el caso del conocido relato evangélico de Marta y María de Betania.
Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude. Le respondió el Señor: Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada. Lucas 10, 38-42
Este pasaje nos hace ver que Nuestro Señor también lidió con corazones ansiosos. Sus palabras permanecen vigentes para todos aquellos que nos dejamos consumir por la ansiedad, la prisa, y que constantemente olvidamos la trascendencia de nuestra existencia.
Sin embargo, esta no es la única narración bíblica que nos habla de la ansiedad. En diversas partes de la Escritura se pone de manifiesto esta turbación del corazón del hombre. Tampoco es irracional decir que Cristo desde su condición humana debió en algún momento experimentar la ansiedad, pues en todo se asemejó a nosotros, menos en el pecado (cfr. Hebreos 4, 15); por lo tanto, como hombre que experimentó este estado es también capaz de comprenderlo, y como Hijo del Padre es capaz de transformarlo. Pero esta lógica utilitarista dista mucho de la lógica de Dios: la lógica de los procesos lentos y de las respuestas silenciosas; lo que rompe con nuestra programación humana que busca siempre respuestas rápidas y explícitas, y acomodadas a nuestro parecer.
Una mente ansiosa no es más que el reflejo de un corazón disperso, sin raíz profunda; como en la parábola del sembrador (cfr. Mateo 13, 3-9), la semilla que creció y dio fruto fue aquella que pudo echar raíz. Lo mismo sucede con el corazón afianzado en el amor a Dios: es capaz de abandonarse en las manos providentes del Padre, aunque se aviste la mayor tormenta.
Una vez salió un sembrador a sembrar. Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de tierra; “pero en cuanto salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron. Otras cayeron entre abrojos; crecieron los abrojos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. Mateo 13, 3-9
Sin lugar a dudas el antídoto más efectivo contra la ansiedad no está en practicar la meditación, en ir a terapia o en aprender técnicas de respiración (no queremos hacer entender al lector que esto no funciona), sino en lograr la conciencia de que nada gana el hombre afanándose por lo que ha de venir, como lo expresa Nuestro Señor en el evangelio:
No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Mateo 6, 31-32
Una parte del sermón de la montaña, especialmente algunos versículos del capítulo 6 de San Mateo, está dedicado a abordar el tema de la ansiedad en el hombre. Cristo conocía de cerca las principales turbaciones de la persona, y ante ello quiso propiciar un cambio de paradigma en la mentalidad de su tiempo, caracterizada por la idea del esfuerzo y el merecimiento. Frente a este contexto la belleza del discurso del Padre providente y amoroso emerge como algo novedoso, lo que crea algunas resistencias, particularmente en aquellos anquilosados en la ley judía.
Así, el Padre es presentado por el Hijo como el lugar de descanso del corazón ansioso del hombre, que se afana en gastar sus días luchando contra la realidad. También a los hombres de nuestros días nos hace falta recordar las palabras de Jesús: “Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mateo 6, 26). Si bien es cierto que la lógica de los hombres es totalmente opuesta a la lógica del Padre, Dios mismo se ha abajado a nuestra condición humana, y no es indiferente a nuestras luchas y preocupaciones. Aun cuando nos parece que no responde en el tiempo y modo que esperamos, lo que de verdad necesitamos se encuentra en el aquí y en el ahora.
Que la Santísima Virgen María y su esposo San José, maestros de la paciencia, nos regalen la gracia de la paz en medio de las incertidumbres del camino.
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María Paola Bertel
Publica desde mayo de 2019
MSc en desarrollo social, pero lo más importante: soy un alma militante, aspirando a ser triunfante. Me apasiona escribir lo que Dios le dicta a mi corazón. Aprendí a amar en clave franciscana. Toda de José, como lo fue Jesús y María.
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