Crecer en el amor como Iglesia requiere de esfuerzos y renuncias. Como cristianos debemos atender la llamada a colaborar para que el Reino de Dios llegue a todos, sin excepción alguna. La belleza de formar parte del Cuerpo de Cristo radica en que muchos miembros acogen distintas llamadas que edifican a la Iglesia. Algunos a la vida consagrada, otros en la vida sacerdotal, algunos simplemente como laicos siendo catequistas, proclamadores de la Palabra, o en los diversos grupos pastorales o ministerios que existen dentro de la Iglesia.
Por el contrario, viviendo en la verdad y en el amor, crezcamos plenamente, unidos a Cristo. Él es la Cabeza, y de Él, todo el Cuerpo recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros. Así el Cuerpo crece y se edifica en el amor.
CARTA A LOS EFESIOS 4, 15 -16
Cada uno de nosotros somos llamados. Desde el Bautismo somos misioneros. En el servicio que se brinda realizamos una misión. Sin embargo, hoy les comento sobre uno en especial: la labor de la salida o labor misionera. ¿En qué se diferencia éste tipo de servicio a la misión del resto?
En el documento Evangelii Nuntiandi, el Papa San Pablo VI describió a la Iglesia como una que se encuentra de pie, esperando el nuevo siglo, siendo la evangelización misionera como el rasgo característico de la Iglesia. También el Papa San Juan Pablo II enfatizó esta perspectiva de la “nueva evangelización”.
Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia.
EVANGELII NUNTIANDI, 14
Jesús envió a los discípulos a llevar el anuncio a muchas ciudades, a proclamar por todo el mundo la Buena Nueva. Hoy en día, aún falta llegar a todo el mundo. Como consecuencia de esto, con el tiempo han ido surgiendo distintos grupos misioneros. No hago referencia a quienes optan por ir a servir a otros continentes, como es la labor de muchos hermanos, sino aquellos que van hacia hermanos que están en los mismos pueblos nuestros, sin salir de las fronteras. Ahí encontramos a quienes están necesitados de la llegada del Reino a sus vidas.
Por esto existen dentro de la Iglesia grupos de laicos que han recibido una llamada de Dios para ir hacia a aquellos que viven alejados de Dios, geográfica y espiritualmente. En donde, el llamado, es decir la vocación, da pie a la misión y, como respuesta, a la espiritualidad.
A través del Sacramento del Bautismo recibimos el sello de la misión. Sin embargo, quien es llamado a ser misionero se le presenta como una vocación en particular, siendo el Espíritu Santo quien guía en el proceso de la misión. Así mismo, se requiere ser decididos como María Santísima en la Anunciación con un “hágase en mí”, llevando éste “sí”, éste “fiat”, a la acción a través de la labor de salida, siguiendo los pasos de Jesús.
Y les dijo: Id por todo el mundo y anunciad la Buena Nueva a toda la creación.
SAN MARCOS 16, 15
La labor de salida santifica e implica caminar en comunidades lejanas, quizás bajo la lluvia o el sol, con los pies llenos de polvo o de barro, pero con lo más importante: el corazón lleno del Señor. La belleza de la misión radica en que Dios actúa en “ambas direcciones”, es decir, el misionero también es evangelizado al seguir el ejemplo de Jesús de ir hacia aquellos, llamados “los pequeños”, quienes en medio de la sencillez, transmiten la alegría de Cristo.
La acción de salir hacia nuestros hermanos no depende de fuerzas humanas, sino de la fuerza del mismo Espíritu Santo que recibimos en el Bautismo la que nos mueve y nos dirige para ir hacia los sencillos, que el abrazarlos fraternalmente y al compartir con ellos, descubrimos la belleza de Dios.
Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones.
JEREMÍAS 1, 5
Recordemos que Dios ve nuestro corazón, sabe de la capacidad que tenemos cada uno de nosotros desde antes de nacer. Dios nos envía a los demás desde nuestra realidad. Quizás ya colaboramos en nuestra parroquia más cercana o en la Iglesia en general, pero nunca olvidemos que somos bautizado y, por ende, misioneros. No tengamos miedo de hablar de Dios, de seguir los pasos de Cristo, quien fue el primero en ser enviado por el Padre y que hoy nos dice a nosotros que vayamos a comunicar su voz y su paz a sus hijos, nuestros hermanos, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en donde estudiemos, con nuestros vecinos vecinos y en un campo de misión muy importante: dentro de nosotros mismos.
Por eso busquemos lo esencial: Llenar nuestro corazón de Dios y dejar que sea el Espíritu Santo el motor de nuestra vida y al mismo tiempo quien nos impulse a llevar a Jesús siempre, en donde sea que estemos. No olvidemos que ¡Cristo nos envía y el mundo nos necesita!
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