Nos encontramos viviendo en una época que es selectiva con el avance, en donde se camina hacia el progreso material, y se retrocede en el conocimiento de la belleza del interior del ser humano.
La vida moderna, con el materialismo, ha manifestado su concepto de libertad, aunque, mejor dicho, solo ha tergiversado el significado de esta.
En la sociedad actual se oye hablar mucho de derechos y libertades. Los derechos humanos, llegaron para convertirse en el tema de moda del siglo XXI, conteniendo consigo la palabra libertad entre sus letras.
Ha sido tanta la demanda de los derechos y libertades, que se ha llegado a perder la definición de libertad, para convertirse en algo ambiguo. Libertad, va a ser esto o lo otro, dependiendo del caso. En algunos, la libertad va a ser la defensa del bien propio o de la oposición al gobierno; en otros, la libertad va a consistir en la autonomía de la mente de elegir esto o aquello.
Sin embargo, se está olvidando una cosa… la dimensión de la palabra “libertad” es tan amplia y al mismo tiempo tan profunda, que abarca a cada persona de este mundo y con ello el alma de cada uno de nosotros.
Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de iniciativa y del dominio de sus actos. Quiso dejar al hombre en manos de su propia decisión de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección. Cfr CIC 1730
Primero, debemos entender que existen diferentes dimensiones para la libertad. Tenemos una libertad de coacción, que nos permite realizar lo que hemos decidido hacer, (la libertad de expresión es un ejemplo). La libertad psicológica significa elegir una cosa u otra; no se refiere ya a la posibilidad de hacer, sino a la de decidir autónomamente. También tenemos la libertad moral, que es la capacidad de afirmar y amar el bien, que es el objeto de la voluntad libre, sin estar esclavizado por las pasiones desordenadas y por el pecado. Es la libertad más importante…
En segundo lugar, debemos conocer correctamente el amplio contexto de la libertad, debemos hablar de su orden. Todo necesita ser ordenado para poderse comprender. En este sentido, debemos incluir el apartado de las “leyes”, o el “derecho” para comprenderlo.
La ley moral natural es la luz de la razón que permite al hombre discernir entre el bien y el mal, y con esto atender a los derechos que se obtienen por la naturaleza humana. La ley natural “tiene por raíz la aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo como igual a sí mismo” (CIC, 1955).
La ley divino positiva es de la Iglesia, y expresa conclusiones inmediatas de la ley natural. Por ejemplo, es por ello que tenemos los diez mandamientos revelados por Dios a Moisés.
En la sociedad, este derecho positivo lo constituyen las leyes civiles, ya que son las disposiciones normativas emanadas por las autoridades del Estado con la finalidad de promulgar, explicitar, o concretar las exigencias de la ley moral natural necesarias para hacer posible y regular adecuadamente la vida de los ciudadanos en el ámbito de la sociedad (Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 95, a. 2; CIC, 1959).
En el choque de la ley natural y la ley civil, es donde surge el problema, pues si no se ha comprendido la profundidad de lo natural, cualquier cosa nos podría parecer correcta. Esto no es algo nuevo, evidentemente se sostiene que lo natural es aplicable para todos los seres humanos, de todas la épocas. Pero esta ley es obligatoria, ya que, para tender hacia Dios, el hombre debe hacer libremente el bien y evitar el mal; y para esto debe poder distinguir el bien del mal, lo cual sucede ante todo gracias a la luz de la razón natural (Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 42).
En el conocimiento de la ley natural, sus preceptos pueden ser conocidos por todos mediante la razón. Sin embargo, no todos sus preceptos son percibidos por todos de una manera clara e inmediata (cfr. CIC, 1960). Debemos reconocer que el ambiente social, la cultura y la educación toman un papel importante, pues vivimos con secuelas del pecado que no han sido totalmente eliminadas, y necesitamos de la gracia y la Revelación para que las verdades morales puedan ser conocidas por «todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error» (Cfr CIC 1960).
El estudio sobre la libertad, concluye con la decisión final entre dos caminos: elegir el bien o el mal, esa es la síntesis de lo que abarca ser libre. Esta elección nos puede permitir crecer en perfección o empobrecernos con el pecado.
Ahora bien, en el conocimiento amplio del significado de libertad, reconoceremos que si no entendemos la naturaleza del ser humano, que es el bien propio y el bien hacia los demás, las leyes civiles pueden engañarnos, fallando a su propósito de normar las acciones o actitudes de los demás, en bienestar de todos.
Por otra parte, la ignorancia que provoca el pecado disfrazado de placer, engaña a la mente y encierra el alma, en la prisión del materialismo, del dinero, y de las adicciones; provocando un cuerpo prisionero de sus propios vicios. Con una mente engañada, cualquier cosa podría parecer válida, siempre que provoque la satisfacción engañosa del encierro del placer, aunque estas acciones estén dañando a los demás.
Del mismo modo que se habla de libertad, igualmente se debe de hablar de responsabilidad. San Josemaría Escrivá decía: ¿Por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Tener un razonamiento de este tipo, nos hace tener una libertad recta, porque nos hace pensar en elegir el bien. En la medida en que la persona hace más el bien, se va haciendo más libre.
Si bien la libertad es la capacidad de elegir entre el bien y el mal, también debemos tener en cuenta que es como una fuente, de la cual podemos tener méritos o deméritos.
Entonces, la verdadera libertad se encuentra solo en el servicio del bien y de la verdadera justicia. Optar por la desobediencia, significa hacer un mal uso de la libertad, que inevitablemente conduce hacia la prisión del pecado.
Por eso es importante entender la ley moral, pues negar el bien mediante la ley, no es libertad, sino pecado. Las leyes tratan de corregir los actos hirientes hacia los demás, pero ciertamente esa indicación no se opone a la libertad. La ley busca la afirmación libre por parte de las personas de lo bueno, pero siempre se mantiene la triste posibilidad de la elección de pecar.
Obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud […] Manifestará quizás que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad (San Josemaría, Homilía La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios, 37).
Para salir de esta prisión que se disfraza de libertad, tenemos dos llaves con las cuales podemos abrir nuestra propia celda… son la conciencia y la voluntad.
Si bien, la conciencia es la norma próxima de la moralidad personal, hay que tener entonces una conciencia moral. San Juan Pablo II decía que: la conciencia formula «la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce, como un bien que le es señalado aquí y ahora» (Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 59).
Entonces, lo que se necesita es una conciencia recta, que juzgue con calidad moral los actos. Para formar esta conciencia se tiene que luchar contra la ignorancia, pues esta es la causa de los errores en los actos. Debemos procurar formar una conciencia clara . Jesús dijo: “La verdad los hará libres” (Jn 8, 42). Cuando cueste encontrar esta conciencia recta, debemos salir de la duda siempre rezando, pues no olvidemos que esta verdad de la que Jesús habla se refiere a la prisión del pecado, y que siendo hijos de Dios, la libertad se encuentra en Él.
En el magisterio de la Iglesia podemos instruir nuestra inteligencia en el conocimiento de la verdad, la belleza que de ella brota, puede ser el agua que limpie nuestra conciencia y dé libertad a nuestro espíritu, que anhela el encuentro definitivo con Dios Padre.
Con la voluntad, nos ponemos en acción a ser coherentes con nuestra moral recta. Ambas van juntas para poder ser completamente libres. Dios, desde el principio, nos creó libres, y aunque la humanidad hoy se encuentra expuesta al pecado, debido al pecado original, Dios nos conservó esa libertad con la que fuimos creados, para que, ahora con nuestra razón, podamos encontrar nuevamente el camino de retorno a casa.
Sin libertad, no podríamos elegir a Dios, no podríamos corresponder a la gracia, y no podríamos entregarnos completamente.
Para perseverar, necesitamos una libertad espontánea y fiel a Él, que nos permita querer constantemente, amar sin pausas; la libertad nos hace encontrar la fuente del agua viva, donde la verdad, con toda su belleza, se hace presente en cada parte; sabremos entonces, que ahí somos libres.
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Diego Quijano
Publica desde abril de 2019
Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.
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