El oficio de pescador es descrito por el diccionario de la RAE como la persona que pesca por oficio o por afición. Sin embargo, es muy probable que Pedro, Juan y Santiago, no hicieran solamente como un pasatiempo esta actividad, sino que lo hacían para sobrevivir. Entendían pues, que de la pesca dependía la vida, de ellos y de sus familiares. Más adelante, por esta misma razón, Jesús los pondría al frente de los apóstoles, sobre todo a Pedro.
El evangelio de San Mateo narra la llamada de Jesús a Pedro, Santiago y Juan, a orillas del Lago de Galilea de la siguiente manera:
Caminando por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores y les dice: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres.». Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron. Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando sus redes; y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron. Mateo 4, 19-22
Desde aquel primer llamado a estos tres, hubo varios hombres más. Nueve para ser exactos. Sin embargo, debemos hacer notar que la escritura hace especial énfasis en este llamado particular a estos pescadores.
Pero, el evangelio de San Juan hace notar que este no fue el primer encuentro de Jesús con los primeros discípulos. Sino que más bien, Jesús ya había tenido cierto acercamiento, compartiendo tiempo con ellos, conociéndolos y permitiendo que le conocieran.
Ellos lo vieron luego del bautismo de Jesús en el Jordán y, siendo estos discípulos de San Juan Bautista, este les indicó quién era el Cordero de Dios. De inmediato le siguieron a su casa y pasaron una tarde entera con Jesús. Y luego de eso se fueron a las bodas de Caná con Él.
Después de esto la escritura parece hacernos intuir que hubo un tiempo entre este compartir y el llamado a orillas del lago de Galilea.
Y muchas veces esto no se representa bien en películas, series, obras de teatro y demás, porque parecieran indicar que Jesús por una razón divina conocía a los apóstoles, pero que los apóstoles, como por arte de magia, de pronto empezaban a seguirlo. Cuando efectivamente no sucede así nunca en la vida real.
Dios no atenta contra la libertad de los hombres que Él creó, sino que como en el pasado: “Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Oseas 11, 4).
Dios conoce la psicología del hombre y sabe que no va a obtener de nadie los frutos que quiere, haciendo un llamado que pueda causar un evento traumático o un shock en las personas. Por eso, se abajó a sí mismo y se convirtió realmente en un hombre como nosotros, para que pudiéramos identificarnos con Él, de manera que pudiéramos empatizar también desde nuestras emociones humanas con sus palabras y gestos, para que nuestro razonamiento alcanzara a comprender y para que nuestro corazón sintiera los efectos de la cercanía de Dios.
Tanto así que, si se lo piensa bien, aquel llamado a las orillas del lago de Galilea no fue más que el cierre de una decisión que los apóstoles tuvieron frente a sí mismos cuando conocieron a Jesús, al ver el milagro de las bodas de Caná y, sobre todo, movidos por lo que veían y escuchaban cada vez que lo tenían cerca.
Seguir a Jesús implicó para ellos una decisión madurada en lo profundo de su corazón, pues no es fácil dejar aquello que representaba todo lo que conocían y a sus seres queridos. Nadie abandona todo por un desconocido. Al menos no alguien sabio.
Jesús, por su parte, Maestro como lo es, quiso hacerlo de esta manera. Y la Biblia da evidencia de que el llamado que les hizo fue preparado, porque Jesús quería que lo hicieran desde su libertad.
Así, más adelante, cuando llama a Mateo, Jesús no lo hace dejar sus tareas de inmediato, sino que se sienta a cenar con él en su casa. Y eso asombra a fariseos, escribas y sacerdotes.
Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» Él se levantó y le siguió. Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos decían a los discípulos: «¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?» Mas él, al oírlo, dijo: «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.» Mateo 9, 11-13
Jesús va contra corriente en las normas religiosas de la época y se sienta con aquellos que muchos desprecian por considerarlos impuros. Esto sana y alienta el corazón de Mateo y también hace un punto de inflexión en su corazón. Tanto así que no duda en escribirlo y detallarlo en su Evangelio, como no se relata en los demás. Esta es la impronta del llamado de Jesús, sin imponerse, marca firmemente los corazones de las personas que escuchan su voz.
Los publicanos tenían mala reputación, eran mirados por los judíos fervientes como pecadores públicos con quienes habría que evitar todo trato. Jesús no está de acuerdo con este prejuicio, y no duda en llamar al corazón generoso de un publicano para atraerlo a su seguimiento. Esto revela la libertad absoluta de la elección divina de una vocación. ¡Dios no juzga como los hombres! Llama aún a individuos que parecen indignos. Escoge al que quiere, sin tener en cuenta las apreciaciones humanas[1].
Este llamado impulsa a los que lo reciben y acogen en su corazón, a entregar plenamente el don de su vida por la vida y salvación de quienes le rodean. Son estos quienes responden al llamado de Cristo que pide entrega y sacrificio.
Jesús es quien elige. Es la belleza de su llamado. Y esto lo confirma constantemente en sus palabras, sus gestos y actos a través de todo el Evangelio. Y, de manera especial, a aquellos que llamó primero a ser sus discípulos, que también fueron los primeros obispos y, por tanto, sacerdotes. Cristo despertó en ellos, con su llamado, el don de la vocación.
La vocación es el misterio de la elección divina: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16). “Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón” (Hb 5, 4). “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí” (Jr 1, 5). Estas palabras inspiradas estremecen profundamente toda alma sacerdotal.
Por eso, cuando en las más diversas circunstancias -por ejemplo, con ocasión de los Jubileos sacerdotales- hablamos del sacerdocio y damos testimonio del mismo, debemos hacerlo con gran humildad, conscientes de que Dios “nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia” (2 Tm 1, 9). Al mismo tiempo, nos damos cuenta de que las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio tiene en sí mismo[2].
El llamado profundo que hizo a los apóstoles se renueva y actualiza en el llamado que hace a los hombres de esta y todas las épocas, para unirse al ministerio sacerdotal. Pero, ¿Qué significa salir a pescar almas? ¿Quiénes son los llamados y por qué?
En la actualidad, los comienzos de la vocación sacerdotal son más variados y diversos que en el pasado. Con frecuencia, se toma la decisión por el sacerdocio en el ejercicio de alguna profesión secular. A menudo, surge en las comunidades, especialmente en los movimientos, que propician un encuentro comunitario con Cristo y con su Iglesia, una experiencia espiritual y la alegría en el servicio de la fe. La decisión también madura en encuentros totalmente personales con la grandeza y la miseria del ser humano. De este modo, los candidatos al sacerdocio proceden con frecuencia de ámbitos espirituales completamente diversos. Puede que sea difícil reconocer los elementos comunes del futuro enviado y de su itinerario espiritual[3].
Los sacerdotes, hoy más que nunca, están llamados a ser pescadores de las almas en la nueva evangelización. A entregar la vida por los demás (Cf. Mateo 16, 24).
Jesús necesita sacar de entre el pueblo a sus apóstoles, porque son ellos mismos quienes conocen las realidades de su gente, porque las han vivido en carne propia. Y Cristo sigue llamando a sus ministros desde el pueblo.
San Juan Pablo II lo dijo así: “Me he referido ya al hecho de que, para ser guía auténtico de la comunidad, verdadero administrador de los misterios de Dios, el sacerdote está llamado a ser hombre de la palabra de Dios, generoso e incansable evangelizador. Hoy, frente a las tareas inmensas de la “nueva evangelización”, se ve aún más esta urgencia[4].”
Igual que antes, también hoy Cristo necesita de almas que le ayuden a pescar a más almas.
[1] La vocación de Mateo. https://es.catholic.net/op/articulos/10359/cat/567/la-vocacion-de-mateo.html#modal
[2] Don y Misterio. San Juan Pablo II.
[3] Carta a los seminaristas (18 de octubre de 2010) | Benedicto XVI (vatican.va)
[4] Don y Misterio. San Juan Pablo II.
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Edwin Vargas
Publica desde marzo de 2021
Ingeniero de Sistemas, nicaragüense, pero, sobre todo, Católico. Escritor católico y consagrado a Jesús por María. Haciendo camino al cielo de la Mano de María.
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