El otro día leyendo a María Zambrano, una filósofa y pensadora del siglo XX, me sorprendió una frase que decía: “somos sombras del sueño de Dios”.
Y no había caído en la cuenta de que sí, hemos sido soñados por Dios, y en nuestro interior está esa semillita del sueño, pero es una semilla pequeña, casi recién plantada.
Y como quien cuida un jardín repleto de flores que son flores delicadas y de una gran elegancia, así hemos de cuidar esta semilla. Ya de esto hablaba Santa Teresa de Jesús, cuando comparaba el alma con un jardín.
De nosotros depende la transformación que tome esta semilla. De nosotros depende en qué se vaya a convertir.
Cada uno es jardinero, de nuestra alma y del sueño que hay en nosotros. Hay jardineros algo despistados, que llenan su corazón de cosas que impiden que el sueño de Dios tenga espacio en ellos. Es como cuando llenamos un cajón de objetos para nosotros importantes pero que son innecesarios. Y entonces, tantos objetos asfixian este Sueño, le arrinconan en un espacio y no hay forma de que crezca y se expanda.
Hay otros jardineros que funcionan de forma intermitente. De vez en cuando la cuidan y se convierte en una planta grande y bella pero otras veces, la distracción del mundo hace que la planta se vuelva pequeña y la semilla del amor a Dios que todos tenemos no crezca.
Pero la grandeza de ser semilla es que siempre está la oportunidad de volver a nacer. Cada día. Y esa es la mayor belleza. La posibilidad cada día de acercarse a Dios. De empaparse de él a través de los sacramentos, de convertirse en esa planta fuerte y bella a la que estamos llamados a Ser a través de su Gracia. La posibilidad de volver a convertirse en ese sueño que Dios tiene para cada uno de nosotros.
María Zambrano, sigue su explicación diciendo que “se puede desnacer al traicionarlo, y borrar de esta forma lo que Él quiso que fuera”. Yo esto lo entiendo como el pecado, que no es otra cosa que hacer daño a Cristo haciéndonos daño a nosotros mismos. Al “desnacer” como dice Zambrano, se refiere al no recomenzar, a no crecer interiormente, incluso a morir en el sentido espiritual. Puede que a Dios una de las cosas que más le duelen es ver cómo hemos abandonado la lucha, porque muchas veces lo es, por cultivar la semilla que plantó dulce y cuidadosamente en nuestra alma.
Podemos ver que en la teoría es fácil entenderlo, pero en la práctica esto resulta muy complicado ¿Cómo saber qué cosas, personas, ambientes, incluso libros, películas… asfixian esta semilla? ¿Y cómo cuidarla y cultivarla?
Yo intentaré responder desde la experiencia, desde la experiencia más humana y cotidiana que me susurra Cristo y el Espíritu Santo.
Hace poco, hablando con un sacerdote me reveló una forma esencial para comprobar si verdaderamente el camino en el que estaba me hacía bien. Me citó un pasaje del Evangelio: “por sus frutos lo conoceréis” (Mt 7, 15-20).
Y realmente, basta con comprobar los frutos que algo deja en tu corazón para intuir si te hace bien o si por el contrario te hace mal. Si te ayuda a cultivar esa “sombra de sueño” de la que hablamos o si cada vez impide que te acerques a ella. El alma es sabia y nos advierte. Y si algo deja posos de tristeza en tu corazón, es motivo para que lo valores y lo hables en la oración con el Señor. Porque la luz de Cristo basta para identificar si algo no es bueno para nosotros.
Muchas veces Dios nos reta. Y quizá como a Pedro el Jueves Santo que le preguntaron tres veces si no era apóstol de Jesús y tres veces lo negó, nos da la libertad para elegirlo a Él o no, para seguir el bien o el mal. Son tentaciones que hay a nuestro alrededor, porque Cristo nos quiere fuertes en la fe, nos quiere convencidos y apasionados por Su amor.
Esta renuncia, que son momentos decisivos donde decidimos elegir a Cristo antes que a otras cosas que nos alejan, es evidente que supone un gran esfuerzo. Pero consiste en llenarse de Gracia de Dios y ofrecer todo aquello que nos cuesta. De esta forma nos negamos a nosotros mismos, porque estamos negando al cuerpo algo que le satisface. Pero estamos afirmando a Cristo y dejando que entre en nosotros su Amor y su Belleza, de esta forma, nuestra alma podrá relucir de alegría. Decir a Cristo un “sí” libre nos colma de paz y de felicidad.
Cuando estuve viviendo en Italia, una de mis amigas de la residencia me dijo: “te deseo un amor a Cristo tan grande que queme todo lo que hay a tu alrededor”. Al leer esta frase pienso que si vivimos verdaderamente el amor de Cristo amaremos como Él ama, miraremos, perdonaremos y venceremos al mal como Él lo hace.
Para identificar si algo afecta negativamente a nuestro interior, es importante preguntarnos si aquello nos hace daño en tres niveles diferentes: queremos menos a los demás, estamos más ensimismados en nosotros y menos pendientes de nuestro entorno y sus necesidades; nos hace querernos menos o desordenadamente y lo más importante, estamos más alejados de Cristo.
“Nacer es pretender hacer real el sueño”, continúa la filósofa. Y Cristo, en cada amanecer, nos anima a acercarnos a Él, a que se cumpla Su promesa en nuestra vida, a que nazcamos en cada Eucaristía, en cada sonrisa que dedicamos a los demás, en cada rato de calidad que dedicamos a los necesitados, a nuestros seres queridos… Que nuestra vida se llene de momentos que nos hagan nacer, no morir.
A mí me ayuda rezar al Espíritu Santo y comenzar el día encomendada a Él, para que me inspire los caminos que me llevan a la verdadera Belleza.
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Beatriz Azañedo
Publica desde marzo de 2019
Soy estudiante de humanidades y periodismo. Me gusta mucho el arte, la naturaleza y la filosofía, donde tenemos la libertad de ser nosotros mismos. Procuro tener a Jesús en mi día a día y transmitírselo a los demás. Disfruto de la vida, el mayor regalo que Dios nos ha dado.
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