En algún momento de nuestra vida como cristianos surge en nosotros el anhelo de la santidad, que es aquella característica de la que tanto se habla en misa por el sacerdote y en los libros de los santos, que comienza a ser un deseo cada vez más intenso en nuestro corazón y que nace de la intención de buscar la perfección -o al menos acercarse-.
Lo cierto es que la más ambiciosa empresa que alguien puede emprender es la de llegar al más alto grado de santidad y de perfección, para vivir en perpetua amistad con Dios. Y para eso, como en cualquier disciplina, hay un conjunto de normas que nos ayudan a llegar a esta meta que queremos alcanzar.
Ningún atleta recibe la medalla de campeón, si no ha competido según el reglamento 2 Tim 2,5
Antes de todo, es conveniente mencionar lo que muchas veces podríamos considerar como caminos para llegar a la perfección de la cual estamos hablando, pero que en realidad no lo son.
Dedicarse a ayunar mucho o realizar enormes penitencias, entregarse a muchas oraciones o innumerables obras exteriores, oír la Santa Misa, visitar todas las iglesias posibles o leer la mayor cantidad de libros devocionales, no son precisamente maneras para poder alcanzar la perfección que deseamos. Igualmente, cumplir al pie de la letra cada orden de nuestra comunidad y participar en cada reunión o acto religioso no supone ninguna garantía de que nos estamos consiguiendo un lugar en la casa de Dios.
Con esto no se quiere decir que, estos medios no sean efectivos. ¡No hay duda alguna de que estas son formas poderosas para acercarse a una verdadera santidad! Ayudan mucho a poder adquirir fortaleza contra nuestra fragilidad humana, pero solamente si estos se emplean con prudencia.
El Espíritu Santo siempre nos va a dar los medios para santificarnos. Él nos irá iluminando y nos enseñará qué debemos cumplir y a qué debemos obedecer para poder decir como San Pablo: “Castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que enseñando a otros el camino de la santidad yo me quede sin llegar a conseguirla” (1 Corint. 9,27).
Aunque, este “castigo” significa más bien “dominio” de nuestro cuerpo ante las rebeldías pasadas que hayan ofendido a Dios, el mismo Espíritu también nos inspira para saber vivir como “ciudadanos del Cielo”. Es en ese momento cuando se nos invita a dedicarnos a la oración y a la meditación, a pensar en la Pasión y la muerte de Cristo, para apreciar la infinita bondad y misericordia de Dios, así como la tristeza y decepción que suponen nuestra ingratitud y maldad.
Cuando nos olvidamos de lo esencial, que es reformar nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes y no dejar que nuestras malas inclinaciones se desborden libremente, nos exponemos a muchas trampas y tentaciones, los cuales naturalmente son los enemigos del alma. Por tanto, si no tenemos conciencia del objetivo de nuestras acciones, incluso las acciones de caridad y buenas obras que hagamos, así sean en favor de la Iglesia o de nuestro prójimo, se convertirán en una nueva trampa para nosotros.
Para conocer el grado de perfección al que nuestra espiritualidad ha llegado únicamente basta con saber cuál es el cambio y transformación que ha tenido nuestra vida en nuestras conductas y costumbres. Y si a pesar de tantas obras, proyectos o acciones, seguimos deseando que nos prefieran a los demás y existe una evidente preocupación por señalar los errores de los otros, entonces no habremos avanzado en nada.
Es mucho más fácil que se convierta un pecador manifiesto que otro que se oculta y se cubre con un manto de obras. El orgullo que poseen estas personas implica como condición necesaria para ellas una gracia extraordinaria del Cielo en su camino de conversión, pues su espíritu está apartado por la soberbia de su amor propio, que manifiesta un deseo casi insaciable de que los demás le estimen por sus obras, siendo realmente su vanidad el verdadero motivo de su búsqueda de la perfección.
Aunque yo haga las obras más maravillosas del mundo, si no tengo amor a Dios y al prójimo, nada soy 1 Corint 13
¿Cuál es la base entonces para obtener la perfección?
La base para conseguir la perfección y santidad consiste en cinco cosas.
Primero, en conocer y meditar la grandeza, la bondad y belleza infinitas de Dios, y nuestra debilidad e inclinación tan fuerte hacia el mal. Si hacemos esto, podemos continuar con el segundo paso: aceptar ser humillados y sujetar nuestra voluntad, no solo a Dios, sino a todas las personas que Dios mismo ha puesto para dirigirnos, aconsejarnos y gobernarnos.
Posteriormente, debemos hacerlo todo y sufrirlo todo únicamente por amor a Dios y por la salvación de las almas. Si así lo hacemos podemos cumplir con el cuarto punto, que es lo que exige Jesús: “Negarse a sí mismos, aceptar la cruz de sufrimientos que Dios permite que nos lleguen”. De esta manera podemos llegar al final del camino, el cual es imitar el ejemplo de Jesús, que no se aprovechó de su dignidad de Dios, sino que se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz (Crf. Filip 2,8).
Seguramente alguna persona dirá que todo esto es demasiado o que es imposible. Sin embargo, lo que se va a obtener con esto no es una perfección cualquiera, sino que es la verdadera y bella santidad. Por esta razón, porque lo que se aspira a conseguir es de un inmenso valor, el precio que se exige es también muy alto. Pero difícil no significa imposible.
El anhelo de la santidad es para quienes no se satisfacen con llevar una vida mediocre. Esto nos pone inmediatamente en una guerra, la más difícil de todas: es la guerra que nos hemos declarado a nosotros mismos, porque tenemos que luchar contra las malas inclinaciones de nuestro cuerpo que combaten contra el alma (Cfr. 1 Pedro 2, 11)
Y el combate se torna más difícil y prolongado al ser una guerra que durará toda nuestra vida. Pero si logramos vencer con Cristo, la victoria que se alcanza es gloriosa y del agrado de Dios.
Quien se domina a sí mismo, vale más que quien domina una ciudad Prov 16, 32
Lograr ser santos es una tarea titánica. Quien no tiene este deseo no conoce la batalla del dominio de las propias pasiones o el freno a las malas inclinaciones y la represión de los malos deseos. La batalla espiritual es mucho más que querer ser buenas personas y no tiene nada que ver con popularidad ni fama. Es buscar ser esclavos de un Rey que primero se hizo esclavo por nosotros, y así retribuir lo poco que podamos a la belleza de su bondad, únicamente por agradecimiento y amor.
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Diego Quijano
Publica desde abril de 2019
Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.
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