El hombre es ontológicamente una criatura en constante movimiento, capaz de aprender, desaprender y reaprender, pues ante la complejidad de la existencia misma debe encontrar caminos emergentes, que posibiliten su avance. Dios no es ajeno a este hecho, por lo que históricamente se ha valido de ciertos instrumentos propios de la realidad para educar al ser humano.
La belleza de la pedagogía divina radica en la capacidad de Dios de comprender de manera integral a la humanidad, por lo tanto el éxito -por traer a colación un término humano- de la revelación a través de la historia de la salvación se encuentra en la destreza del pedagogo por excelencia: Dios Padre, de adaptar lo divino a lo humano, no de las competencias y capacidades del aprendiz. A mi parecer, se puede afirmar que el modelo pedagógico de Dios mediante la historia de la salvación, partiendo del Antiguo Testamento, hasta llegar a la plenitud de la revelación en el Nuevo Testamento, se puede resumir en dos momentos: El camino y la mirada.
[…] Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas […] Dei Verbum 2
En el Antiguo Testamento el camino es el lugar donde Dios Padre instruye al pueblo elegido, lo que se evidencia especialmente en el libro del Éxodo, cuando Israel es sacado de la esclavitud en Egipto hacia la Tierra Prometida, liderados por Moisés; pero el camino para el pueblo se torna complicado, las carencias materiales producen una sensación de olvido de Dios, llevando al pueblo a la murmuración y la desconfianza.
Toda la comunidad de los israelitas empezó a murmurar contra Moisés y Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: «¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de Yahveh en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos! Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea.» Éxodo 16, 2-3
La realidad es la lección más fuerte y cruda que el hombre puede recibir, pero solo de él depende si saca un provecho o se tira desesperanzado al borde del camino a esperar que pase; lo anterior aunado al hecho de que muchas veces no poseemos las competencias espirituales para reconocer lo que Dios nos quiere decir en el hoy.
La superficialidad con la que vivimos nuestros días nos ha alejado de la belleza del silencio interior, que nos permite ver lo que nos acontece como la enseñanza más preponderante de nuestra existencia. Dios habla a toda hora, pero solo el corazón íntimamente unido a Él sabe reconocer sus palabras que gritan en el silencio.
Únicamente las almas enamoradas son capaces de escuchar, aquellas que han vivenciado su Kerigma personal: el primer encuentro con el Amor, esa primera experiencia donde nos ardía el corazón, la primera vez que reconocimos la belleza de la mirada del Señor sobre nuestra pequeñez. Dios es como un enamorado, que no se cansa de desbordarse de amor por el sujeto de su deseo, como lo dice la primera carta de Juan: «nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Todo en este enamorado es iniciativa propia, no esfuerzo o voluntad del hombre, pero el corazón del hombre debe estar abierto para reconocer la magnitud de semejante amor.
Así, nuestra conversión solo ocurre cuando nos reconocemos mirados por Quien es el Amor. Como el caso de Mateo, el recaudador de impuestos, quien dejándolo todo decidió seguir a Cristo (cfr. Mateo 9, 9).
Y Jesús se detuvo, no pasó de largo precipitadamente, lo miró sin prisa, lo miró con paz. Lo miró con ojos de misericordia; lo miró como nadie lo había mirado antes. Y esa mirada abrió su corazón, lo hizo libre, lo sanó, le dio una esperanza, una nueva vida como a Zaqueo, a Bartimeo, a María Magdalena, a Pedro y también a cada uno de nosotros. Aunque no nos atrevemos a levantar los ojos al Señor, Él siempre nos mira primero. Homilía del Papa Francisco, Plaza de la Revolución, 21 de septiembre de 2015
La mirada es entonces el motor que nos impulsa a recorrer el camino con un nuevo horizonte de sentido, con una identidad emergente: la de hijos amados por un Padre que se desborda de amor. En esta pedagogía del amor divino el camino y la mirada son los mejores métodos para instruir el corazón, muchas veces embotado, del hombre.
No obstante, es una gracia llegar a la comprensión afectiva, y no exclusivamente racional, de la iniciativa del amor del Padre. Como a Mateo y muchísimos más, Dios también te mira a ti, y ha dispuesto un camino propio de salvación, ¿te animas a reconocerlo?
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María Paola Bertel
Publica desde mayo de 2019
MSc en desarrollo social, pero lo más importante: soy un alma militante, aspirando a ser triunfante. Me apasiona escribir lo que Dios le dicta a mi corazón. Aprendí a amar en clave franciscana. Toda de José, como lo fue Jesús y María.
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