La palabra juicio procede del vocablo latino iudicium que significa veredicto, derivado de ius (derecho, ley) y dicare (indicar). Es decir, efectuar un juicio implica indicar un veredicto sobre algo o alguien; señalando así una valoración positiva o negativa, moral o inmoral. La capacidad de juicio viene dada por la inteligencia, y como tal es una oportunidad que Dios nos da al dotarnos de ella, pues, ¿cómo habríamos de advertir el bien y el mal en las cosas si no tuviésemos la capacidad de percibir con nuestra inteligencia aquello que es bueno y lo que no lo es? Podemos efectuar juicios de valor sobre las cosas y las acciones, entendiendo en cuáles de ellas se encuentra Dios y cuáles no harán más que llevarme al mal. Visto así, la posibilidad de juzgar es un tesoro que nos ayuda a educar nuestra conciencia y a obrar en consecuencia.
Sin embargo, como en tantas cosas, la bondad o maldad del juicio dependerá del uso que le demos los hombres, del fin para el que se utilice esta capacidad. Y aparecen así los juicios ya no solo hacia las cosas y las acciones sino hacia las personas: mirar con actitud de evaluar a los demás según hacen, dicen, piensan o visten.
El peligro de los juicios es doble: por un lado, querer ponernos en un sitio que no nos corresponde, pues Dios es el único Juez y Señor; por otro, olvidar que para ser capaces de juzgar deberíamos estar limpios primero de todo pecado, pues no sería coherente realizar un juicio a otro cuando nosotros cometemos pecado mayor. Y emitiendo juicios acerca de los demás perdemos tiempo y energía para concentrarnos en nuestro comportamiento, en corregir nuestros propios defectos y en conquistar virtudes. Es el mismo Cristo en el Evangelio quien condena enérgicamente esta actitud más de una vez:
¿Por qué, pues, ves la paja en el ojo de tu hermano, y no ves la viga en tu ojo? O, ¿cómo dices a tu hermano: hermano, deja, sacaré la paja de tu ojo, y se está viendo una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás de sacar la paja del ojo de tu hermano. Mateo 7, 3-5
¡Hipócrita! Dice el Señor… ¿Acaso estás tan limpio que puedes intentar tu mismo señalar a otros? O acaso eres de aquellos que desconociendo sus propios pecados mortales no disculpan la menor falta en sus prójimos, como decía San Jerónimo.
Considero en esto muy sabias las palabras de San Agustín, que con enorme claridad y belleza nos enseña:
Cuando nos veamos precisados a reprender a otros, pensemos primero si alguna vez hemos cometido aquel pecado que vamos a reprender. Y si no lo hemos cometido, pensemos que somos hombres, y que hemos podido cometerlo. O si lo hemos cometido en otro tiempo, aunque ahora no lo cometamos, entonces toque la memoria la común fragilidad, para que la misericordia, no el odio, preceda a aquella corrección. Pero si nos halláramos con el mismo pecado no reprendamos, sino lloremos, movidos a la enmienda, con mutuos esfuerzos. Rara vez, y por gran necesidad, se han de hacer las reprensiones, en las cuales no debemos insistir por nuestro interés personal, sino para servir al Señor. San Agustín, De sermone Domini, 2,19
“Pensemos primero”, dice el santo. Interesantísima pausa la que nos propone. Cuando nuestra humanidad tan frágil y soberbia nos incline a emitir juicio sobre aquel o aquella, entonces detente a pensar si no has cometido tú un pecado igual, o aún peor. Es decir, detén esa tendencia casi automática de tu corazón recapacitando acerca de Quién es el verdadero Juez y comprendiendo que no es ese tu lugar sino el de prójimo que tiende una mano para ayudar al otro a salir de ese pecado, pero no a hundirlo en culpas y lamentos. ¿No son suficientes muchas veces las culpas que cada uno debe llevar de sus propias faltas como para soportar además las que los falsos jueces quieran hacerle cargar?
Se oye demasiado seguido: “las personas son malas”, “la gente te traiciona”, “no confíes en nadie”, “mejor estar solo”… ¿Qué es ese temeroso modo de vivir? Ese estilo recluido y atemorizado, que nada tiene que ver con la cristiana alegría y la belleza de salir al encuentro del hermano. Pues claro que si nos convencemos de que los hombres somos malos entonces estaremos constantemente en una posición de jueces atendiendo siempre las faltas de quienes nos rodean y protegiéndonos de potenciales daños que podamos recibir de ellos.
Las personas son buenas. Tan simple y difícil. Pero en el fondo es sencillo: son buenas porque las ha creado un Dios que es Bondad, y porque además las ha creado a Su Imagen, que es Bondad. ¿Acaso podría un Creador bueno crear criaturas que no lo sean? No, no podría ser. Claro que la vida y las decisiones de cada uno —pues también hemos sido creados con libertad— van conduciéndonos por diferentes caminos, algunos de maldad; pero esto no cambia el hecho de que juez existe solo Uno y que no somos nosotros.
Partir de la premisa de que las personas son buenas es conveniente para todos, y lo es sobre todo para uno mismo ya que entonces tu corazón alcanza la paz. El corazón de quien busca constantemente efectuar juicios y ser capaz de determinar con el propio criterio quién es más o menos digno por su conducta, está condenado a vivir pendiente de los demás y desde un lugar de juez, quitándole el lugar al Gran Juez, al que es Juez Eterno. Debemos dejar de convertir por medio de crudos juicios a las personas en objetos sentenciables, decidiendo que tal persona es mala por su aspecto, o que porque cometió un error particular ella es un error, su vida es un error, o el error es su hábito.
Hermanos, no habléis mal los unos de los otros. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino juez. Sólo hay un dador de la ley y juez, que es poderoso para salvar y para destruir; pero tú, ¿quién eres que juzgas a tu prójimo? Santiago 4, 11-12
En contraposición, el corazón de quien se dedica más bien a vivir (entendamos que Cristo es Camino, Verdad y Vida), a ver el rostro de Cristo llagado en cada pobre rostro, incluso en el rostro del pecador más vil, ese corazón está destinado a vivir el gran misterio de la Fe con auténtica alegría y humildad, que lo hacen aún más semejante a su Creador y a su Belleza.
Puede sonar extraño, pero cuanto menos nos dedicamos a ser jueces como Dios, más nos asemejamos a Él.
Ciertamente que es difícil. Y lo es para todos… Las inclinaciones de nuestro temperamento pueden favorecernos o no en este sentido, pero a nadie le resulta fácil porque “nuestra madre nos ha concebido pecadores” (Salmo 51), y nuestra naturaleza está manchada. Pero si acaso la dificultad nos acobarda para hacer algo grande, para seguir al Jesús del Evangelio; entonces la Santidad no será para usted. La Santidad es para el “violento” que se disponga a parecerse a Jesús en toda su persona, sin el ridículo pretexto de “Él era Dios, yo soy un simple hombre”, porque justamente nuestro Dios se ha hecho hombre para mostrarnos, para enseñarnos. “Ámense unos a otros como Yo los amo”, dijo. Cristo nos manda amarnos, no solamente decirlo. Tampoco nos dijo: “traten de amar como Yo, pero recuerden que Yo soy Dios”. Más bien nos dice: “sed perfectos, como el Padre que está en el Cielo es perfecto”. Ni mucho menos señaló: “hagan teología con su lengua, y juicios con su dedo”.
En fin: Dios es amor. Y Dios es perfecto. Entonces ser perfectos implica amar, no hay doble línea ni discursos confusos, aunque en ocasiones queramos convencernos de que sí.
Si quieres ser Santo tienes que amar, amar de verdad, sin falsedades o dobleces. Y si quieres amar, ama a todos, sin acepción de personas, como enseña Santiago Apóstol en su carta (Santiago 2, 1-13); ama sin prejuicios, ama al pecador, ama al enemigo, ama al que no tiene razón, y ama al que las razones siempre le sobran. Amar a todos no es lo mismo que aceptar el mal que alguien pueda hacer. Odiar al pecado, jamás al pecador.
El que entre vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la primera piedra. Juan 8, 7
Hermanos, soltemos la piedra, dejémosla caer al suelo y vayamos a vivir la vida cristianamente; el tiempo se acaba y si llenamos de piedras nuestras manos no tendremos tiempo de amar. ¿Qué dirá tu Señor cuando te vea? ¿Te hallará acaso sin aceite en tu lámpara? ¿Con la vela apagada?
Si juzgamos a los demás, no tenemos tiempo para amarlos. Frase atribuida a Teresa de Calcuta
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Agustín Osta
Publica desde noviembre de 2019
Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.
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