Nuestra Santa Madre María, es en la historia de la humanidad, y luego de Cristo, el ser humano con mayor protagonismo e incidencia. Sí, sin rodeos. No Judas, ni Pedro ni Pilato. Tampoco Carlomagno, Napoleón o San Luis Rey de Francia. Es María. Y es que nunca antes, y jamás después; había Dios querido depender de un hombre para tensar de su “sí”, el plan salvífico de la humanidad. Hay en esto un misterio ciertamente intrigante, que asusta. ¿Es que Dios realmente reposó su plan de salvación en la libertad de una joven virgen de aquellos tiempos? ¿O es que en realidad lo tenía todo previsto y no podía ser de otro modo? Pues sí… Dios depositó en manos de María y en aquella voluntad educada con grandeza y humildad; toda la fuerza salvadora del sí de la historia.
Pero a este primer misterio se sigue un segundo misterio, y el sí propiamente de María. No puedo evitar pensar en los repetidos “no” de nuestra vida, de nuestros días… El “no” a levantar la mesa, a ayudar a otros, a mirar hacia el costado, a sostener la verdad siempre, a resistir, a perdonar, a amar. No es que en nuestra vida sea siempre un “no” a Dios; pero es cierto que tantas veces hemos dado nuestro “no” en cosas pequeñas y que, en realidad, no escondían una gran heroicidad. María, en cambio, parecía no entender nada. María parecía no comprender quién es Dios, quién es el hombre, qué es el mundo. María parecía una joven desconcertada, sin tener demasiado claro qué quería hacer con su vida; parecía no darse cuenta de que al frente tenía un ángel. María parecía no entender el dolor que iba a pasar por ese corazón atravesado, por ese Hijo llagado y ultrajado, por esa bendita cruz de sangre y luz. María parecía no entender nada del mundo… Pero María sí entendía. María entendía que era Dios mismo el que descendía a su vientre, y se estaba -de un momento a otro- quedando embarazada. No se tomó el tiempo para pensarlo, no pidió una “pausa” al ángel para averiguar cómo iban a ser las reacciones del pueblo, o qué pensarían sus padres. María entendía tanto que no sólo dijo “sí”, sino que además con una grandeza casi inigualable, pronunció las palabras más bellas que hayan salido de la boca del hombre: “he aquí la esclava del Señor, que se haga en mí según tu palabra”.
María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno. María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. San Agustín
Pero no solamente podemos mirar y admirarnos de la belleza de María en aquellos tiempos del “sí”. Allí en la cruz, fue el mismo Cristo quien entregó su madre a Juan, como signo de la maternidad que Ella evocaría en todos nosotros por los siglos de los siglos. Y desde entonces es Ella custodia, auxilio seguro y protección de los cristianos y los pecadores; de todos nosotros. Desde entonces María ya no sólo fuera la joven que aceptara valientemente la voluntad de Dios, sino la Madre de la humanidad, quien abraza e intercede por cada alma caminante, hasta su regreso al Padre.
El Eterno se enamoró de vuestra incomparable hermosura, con tanta fuerza, que se hizo como desprenderse del seno del Padre y escoger esas virginales entrañas para hacerse Hijo vuestro. ¿Y yo, gusanillo de la tierra, no he de amaros? Sí, dulcísima Madre mía, quiero arder en vuestro amor y propongo exhortar a otros a que os amen también. San Alfonso María de Ligorio
La belleza de la persona de María reside en una sola cosa: amar a Dios sobre todas las cosas. El sí de María; todos los “síes” de María, han estado siempre fundados en el amor a Dios. La mirada triste de María hacia la cruz en aquellos momentos de pena agobiante, el dolor de un corazón destrozado por los latigazos a su hijo, el sonido punzante de cada clavo atravesando sus manos y cada espina su cabeza… Todo, todo; fue soportado con grandeza por María, por amor a Dios. No por otra cosa. Esta verdad que los cristianos a veces vemos pasar de lejos, titubeantes, que profesamos pero que no nos atrevemos a vivir porque suena loca, rara, lejana, irreal. Esa verdad tan simple y completa: amar a Dios sobre todas las cosas. Y es que al decir todas, decimos todas. No una ni dos ni cien, sino todas. Te amo Señor por encima de mis padres, de mi hogar, de mi carrera profesional, incluso de mi esposa y mis hijos. Sólo un amor tan puramente conservado, un amor tan valientemente arraigado, un amor tan radicalmente convencido; es capaz de semejante hazaña como la de Nuestra Madre María.
Nos has dado a tu Madre como nuestra para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre. San Juan Pablo II
La belleza de la figura de María es doble, por ser primero testimonio de santidad férreo e inequívoco, por ser Ella una mujer completa, humilde, bondadosa y pura; es la mujer de María un fiel testimonio para nosotros los cristianos. Pero además, María se convirtió en nuestra Madre. Es decir ya no sólo podemos contemplarla y admirarla para imitarla, sino que podemos refugiarnos en Ella, pedir su consuelo y auxilio, su intercesión ante Cristo Nuestro Señor. Dios ha sido muy generoso en dejarnos a María, en “compartirla” con nosotros. Miremos a María con confianza, y pidámosle que nos enseñe a amar a Dios sobre todas las cosas.
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Agustín Osta
Publica desde noviembre de 2019
Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.
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