Antes de empezar, quisiera hacerte esta pregunta: ¿qué es la Iglesia para ti? Toma unos minutos y respóndela. La Iglesia como institución ha transitado por muchas dinámicas históricas; no obstante, aun cuando el tiempo y la sociedad han cambiado, la misión de la Iglesia ha permanecido intacta durante los siglos, podríamos afirmar que el fundamento de la Iglesia es el mismo desde sus orígenes.
Pero, ¿por qué? ¿Por qué parece que la Iglesia se quedara rezagada a los cambios de la sociedad? Si las personas y sus necesidades cambian como tanto nos lo dice el marketing, el libre mercado, el consumismo… La respuesta no se justifica en aspectos humanos, pues la Iglesia es reflejo de su Creador, Quien permanece inmutable a través del tiempo. La Iglesia no cambia porque su principal misión ha sido, es y será la misma siempre: la salvación de las almas; y para ello hay un solo camino, Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Juan 14, 6). Por lo tanto, pretender que la Iglesia cambie sus objetivos doctrinales es separarla de su auténtica misión, que se perfecciona en Jesucristo, en su pasión, muerte y resurrección.
La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la trasciende. Solamente “con los ojos de la fe” se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina. Catecismo de la Iglesia Católica, 770
De esta forma, la Iglesia no es una Institución de momentos, pensada para dar respuesta a determinados eventos o circunstancias históricas, es una Institución que va más allá de lo corpóreo y terreno, porque está pensada por el Padre para la eternidad.
Ahora bien, la Iglesia es tanto divina como humana (CIC, 771), ya que está integrada por hombres y mujeres llenos de virtudes y debilidades; como consecuencia, no se pueden negar los errores cometidos por estos en nombre de Dios. Así, el cambio en la Iglesia más que a nivel doctrinal, debe ser emprendido por sus miembros, quienes llamados a la santidad buscan imitar a la Cabeza visible y perfecta de su cuerpo místico (Lumen Gentium, 7).
Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. 1 Corintios 12, 27
Según el Catecismo de la Iglesia Católica #751, la palabra Iglesia proviene del griego ekklèsia cuyo significado es “convocación”; esta palabra se utiliza con frecuencia en el Antiguo Testamento, para denominar a la asamblea del pueblo que se pone en la presencia de Dios (cfr. Éxodo 19). Por otra parte, la palabra Iglesia en los idiomas inglés y alemán se origina de la raíz Kyriaké que se traduce como “la que pertenece al Señor”. Sin embargo, el término Iglesia no se reduce a su significado etimológico: a lo largo de la Sagrada Escritura se enriquece y se dota de nuevos sentidos, hasta encarnarse en cada uno de sus miembros, en ti, en mí, en nosotros.
Me gustaría ampliar sobre algunos elementos con los que se le da belleza al concepto de Iglesia en la Sagrada Escritura. La constitución de la asamblea de Dios comienza con la promesa que el Señor hace a Abraham: “haré de ti un gran pueblo” (Génesis 12, 2); de esta manera Israel aparece como nación elegida. No obstante, el pueblo comete múltiples infidelidades contra Dios y como respuesta a esto una Nueva Alianza es establecida, en la que el mensaje salvífico se extiende a todas las naciones, mediante la encarnación del Hijo de Dios (Lumen Gentium, 9).
Así, la Iglesia es instituida por Jesucristo, Quien encomienda a Ella el plan salvífico del Padre (cfr. Mateo 16, 18). La Iglesia es Esposa de Cristo (cfr. Jn 3, 29; Ap 19, 7 – 8), pues su misión es estar unida a Él, permanecer fiel, educar a sus hijos en la auténtica doctrina, dar verdaderos frutos de amor, llevar la Buena Nueva a todos los confines de la tierra. En resumen la belleza de la labor de la Iglesia recae en que es Madre y Maestra porque ha sido consagrada en alianza eterna con Jesucristo.
Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz. Catecismo de la Iglesia Católica, 766
En la Iglesia se entiende a la salvación no solamente como una cuestión individual, sino también como algo que se realiza en comunidad, en comunión con la Palabra, la ley de Dios y los sacramentos que nos abren paso en el camino de la fe; la Iglesia nos alimenta del Pan de la vida eterna, por medio del cual crecemos y damos frutos para la gloria de Dios, tal como lo hace una madre humana con su hijo. En pocas palabras: “El cristiano realiza su vocación en la Iglesia” (CIC, 2030).
La belleza de la Iglesia ha sido capaz de sobreponerse a toda eventualidad humana o terrena que la haya podido amedrentar durante sus más de 20 siglos de existencia. En nuestros días, cuando el panorama se torna desolador y parece que las columnas que sostienen a esta Santa Institución se tambalean, se nos hace un llamado a permanecer firmes en lo que creemos; nuestra época exige virtudes heroicas excepcionales, pues la Iglesia somos tú y yo.
La promesa sigue latente: “Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16, 18). Que el Espíritu Santo avive en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, para ser pequeñas iglesias en medio de un mundo que nos rechaza por ir a contracorriente.
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María Paola Bertel
Publica desde mayo de 2019
MSc en desarrollo social, pero lo más importante: soy un alma militante, aspirando a ser triunfante. Me apasiona escribir lo que Dios le dicta a mi corazón. Aprendí a amar en clave franciscana. Toda de José, como lo fue Jesús y María.
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