La vida se compone de distintos momentos, en cada uno hay algo que nos hace crecer. Particularmente todos en alguna ocasión hemos tenido (o estamos teniendo) un instante en el que la decepción por nosotros mismos es enorme, pues, en un segundo podemos arruinar algo que tanto queremos, que tanto trabajo nos costó alcanzar. Y lo peor es que nunca pretendemos que eso suceda, sino todo lo contrario. Es como si tuviéramos un don especial para arruinar las cosas que no queremos, y sin embargo, lo hacemos; y con creces…
Una y otra vez se termina en la misma situación, y me lleva a cuestionarme dos cosas: ¿Qué podría hacerme crecer de algo así? Y otra, si siempre estoy intentando hacer bien las cosas, ¿por qué siempre hago el mal que no quiero?
Realmente no comprendo mi proceder; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Rm 7, 15
Este problema no es nuevo, de hecho lleva mucho tiempo en la historia del hombre y para entenderlo hay que escudriñar en el interior.
Para comenzar, es un hecho que ante un problema como este, no se está afrontando desde el lugar correcto si siempre se tiene el mismo final. Si en nuestra casa un día tenemos una plaga de ratones, no vamos a comprar miles de trampas para cada uno, sino que vamos a ir al lugar de dónde los ratones están entrando. El problema del mal que no quiero es igual, se tiene que ir al origen para poderlo comprender y luchar contra ello.
Dice una frase popular muy sabia: “no te fijes tanto en dónde caíste, sino en dónde resbalaste”. El resultado de nuestras inoportunas acciones nos hace caer en un fango muy desagradable y nuestra sensibilidad se centra en ese lugar sucio, pero, ¿qué hay del pecado que nos hizo caer?
San Pablo en la Carta a los Romanos dice:
El pecado se agarró del precepto de la Ley para traer a nosotros la concupiscencia y que por lo tanto el pecado se dio a conocer por medio de la ley. Rm 7, 7-8
Entonces, ¿la Ley es pecado? La respuesta es no, en este aparente juego de palabras, San Pablo nos dice que el pecado surge como lo opuesto a la Ley, la Ley es santa y es buena; sin la Ley evidentemente nunca habríamos conocido el pecado, pero tampoco hubiéramos conocido qué es lo bueno, por tanto el pecado para ejercer todo su poder de pecado se sirvió de la Ley.
Este pecado del que habla San Pablo, es la causa del porqué tantas veces caemos en el mismo lodo, es lo que nos hace resbalar a pesar de nuestras buenas intenciones.
Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Rm 7, 15-19
¿Y cómo es que sigue actuando el pecado en mí, si tengo las intenciones de no hacer el mal? Bien, este es el punto crucial.
Nuestra naturaleza humana tiene dos características, está herida y es frágil por el pecado. La concupiscencia sigue estando con nosotros así como lo estuvo en la época de San Pablo. Y a causa del pecado, nuestra humanidad está orientada hacia el mal. La tentación de elegir primero lo que gusta al cuerpo siempre se nos presenta como un suculento aperitivo, aunque sepamos que eso evidentemente nos hará un mal.
Y esto es lo importante, el hombre está inclinado al pecado, este siempre nos intenta seducir en nuestra carne y nosotros colaboramos cuando lo dejamos hacerlo.
Al saber esto, conocemos entonces dónde es la batalla, y cuándo nos sabemos estando en una, reconocemos lo difícil que es luchar con la razón contra la sensualidad, las pasiones y las emociones.
Pues me complazco en la en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis manos. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado. Rm 7, 20-25
Es necesario decir que, tener la intención de no querer hacer el mal, no basta, al igual que no basta solo tener la intención de querer hacer el bien. Sabiendo que el hombre está inclinado hacia el pecado, tener solo la intención pero no hacer nada, llevará siempre a hacer el mal.
Por lo tanto. si yo no me esfuerzo terminaré siempre haciendo el mal y cada vez que quiera hacer el bien, tendré que esforzarme aún más. Este esfuerzo significa morir a algo para hacer el bien: si quiero un mejor empleo, hay que esforzarse en ser más profesional; si quiero mejorar mi salud, hay que esforzarse en comer de forma saludable; si quiero una buena esposa o un buen esposo, habrá que esforzarse en ser un mejor cristiano; si quiero dejar de hacer el mal, hay que esforzarse en hacer más el bien. Y así la lista continúa por muchos esfuerzos más.
Es muy importante saber que en alguna ocasión nuestro esfuerzo habrá de ser insuficiente y volveremos a caer en el lodo, pero por todas las veces que caigamos habremos de levantarnos una vez más y no nos debemos dejar influenciar por el demonio, haciéndonos creer que seguimos siendo una mala persona y que lo que hemos construido con nuestros esfuerzos los hemos destruido con nuestro tropiezo.
Y más importante aún, es siempre detenernos si caemos, porque existe algo por mucho, peor que el pecado, y eso es, justificar el pecado.
Siempre hay que escuchar al Espíritu que se manifiesta a través de nuestra conciencia. Si hemos cometido un daño, hay que levantarse, confesarse y continuar, no consentir que por haber pecado no tiene relevancia seguir pecando, como si no tuviera caso seguirse manchando más de lodo si ya tenemos una mancha. Si en alguna ocasión hemos metido la pata en algo, la voz del Espíritu lo que nos dice es que no metamos las dos.
Es muy importante tener siempre una conciencia funcional, no silenciar la voz del Espíritu Santo en nuestras mentes, ni optar por una conciencia laxa, ni una escrupulosa, ya que de ser así, perderemos la capacidad de arrepentirnos de nuestros actos y de creer en la total Misericordia de Dios, pues cuando llegue el día de nuestro juicio, estaremos gravemente anestesiados, estando desubicados de nuestro interior, y siendo así, lo que restará solo será perdición eterna. Para Dios, la belleza de una persona que ha caído un millón de veces y un millón de veces se levantó valdrá muchísimo más, que una persona que no reconoce el más pequeño y único de sus pecados.
Al final, tras conocer más a fondo la causa de una de nuestras tristezas, surge una luz resplandeciente que nos puede mostrar una imagen llena de belleza impresionante. Y esa imagen somos nosotros. Es nuestra persona reflejada en un espejo, habitando en el otro lado, en un lugar tan hermoso que no cabe en nuestra mente. Esa persona que es el soldado que dio todo en cada batalla por luchar contra el mal y pelear por el bien.
Entonces, tener innumerables tentaciones por el mal y saber ganar la batalla contra el pecado, enfrentándolo o huyendo de la contienda, nos hará fortalecer nuestra alma, nos hará tener fuerza en la virtud y ganar músculos de integridad, de esa manera, el pecado tendrá cada vez más difícil su objetivo.
Después de todo, no importa cuantas veces resbalemos y caigamos, eso solo es un recordatorio de que nosotros todavía somos de Dios, por la belleza de nuestro bautismo, y por eso el mal nos acecha, y si somos hijos de Dios, no estamos solos en nuestras batallas, siempre contaremos con la fortaleza de nuestro Padre para ayudarnos a vencer, por nuestra cuenta no podremos contra el mal, pero con Dios, lo podremos todo y además nos volveremos fuertes.
La batalla por ser el bien encarnado es dura, la Ley que suponía vida para nosotros, significó en realidad muerte, porque antes con la Ley, solo producíamos frutos de muerte y ante esa incomprensión, Cristo, llegó para abolir esa Ley, muriendo Él bajo ese precepto, pero resucitando de entre los muertos; con el fin de que nosotros también resucitaremos para Dios, ganemos la batalla, y con esfuerzo, dedicación, entrega seamos capaces de dejar de hacer el mal que no queremos.
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Diego Quijano
Publica desde abril de 2019
Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.
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