No podemos imaginar lo que Nuestro Señor Jesucristo pasó durante su Pasión y muerte. Sufriendo la horrible e insoportable flagelación y crucifixión, llevando el peso de los pecados de toda la humanidad, pasados, presentes y futuros. Tus pecados y los míos. Él y solo Él puede entender lo que pasó en aquellos días tan importantes. Pero podemos esperar comprender en una medida pequeña, a través de la reflexión orante y en la meditación, los eventos de la Pasión. Para nosotros, quizás la manera más efectiva de hacerlo es a través del Via Crucis.
Vamos a meditar sobre la belleza espiritual de las catorce estaciones del Via Crucis que nos han llegado a través de la Tradición de la Iglesia.
Primera Estación: Jesús es condenado a muerte
Jesús, un carpintero de Nazaret que se había ganado la reputación de predicar, enseñar, curar, hacer milagros y el poder de perdonar los pecados, es acusado a muerte. Ha sido traicionado por uno de sus amigos, de su círculo íntimo, de sus confidentes, y ha sido llevado ante las autoridades romanas para que sea ejecutado. El furor con el que la multitud exige su ejecución ata las manos del romano Poncio Pilato, quien llega a lavarse literal y simbólicamente las manos del asunto, para no ser responsable de esta parodia de justicia. Pilato no sabía ni la mitad de lo que estaba haciendo.
No se trataba solo de un hombre que había sido acusado injustamente, sino de un hombre que fue enviado a la muerte en el lugar de un verdadero criminal, Barrabás. Este hombre, este Jesús, era el Hijo de Dios. El Dios hebreo, el verdadero Dios, el Dios que creó todo a través de su Palabra, la Palabra que estaba con Dios y era Dios (cf. Juan 1). Fue esta Palabra, encarnada y que habitaba entre nosotros, la que estuvo ante Poncio Pilato. Pilato, doblándose ante la presión de la muchedumbre, lo condenó a muerte. Y de nuevo, Pilato no podía saber lo que esta muerte iba a efectuar. No podía saber que, al condenar a este hombre a la muerte, estaba facilitando la conquista de la muerte, la derrota del aguijón de la muerte.
Segunda estación: Jesús toma su cruz
En el Via Crucis, una vez que Jesús es condenado, se dice simplemente que toma su cruz. Si recordamos los relatos del Evangelio y rezamos el Rosario, nos damos cuenta de que en esta simple frase corremos el peligro de olvidar el profundo sufrimiento que Jesús pasó en manos de los soldados romanos. Este es el comienzo de la ejecución, y los soldados se deleitan en el momento. Se burlan de Jesús. Lo despojan de sus ropas, lo azotan, le hacen una corona de espinas que colocan en su cabeza. Lo humillan, lo torturan y, cuando toma su cruz, apenas puede caminar. Y debe llevar la cruz al Calvario, el lugar de su ejecución.
Tercera estación: Jesús cae por primera vez
Jesús cae, bajo el peso de la cruz que lleva y con su cuerpo ya debilitado por los azotes y la tortura de la que fue objeto; se derrumba. Es quizás demasiado fácil para nosotros llegar a esta estación, pensar casualmente, ¡se cayó!, y seguir adelante. Pero necesitamos mirar más de cerca el significado de esta estación: Jesús con cortes y heridas abiertas por todo su cuerpo, sudando y jadeando por el dolor que viene con cada paso, cae al suelo. El polvo y la suciedad se pegan a su cuerpo, entran en sus heridas. Ya casi no se puede apreciar su belleza física. Su dolor aumenta, su cuerpo está recibiendo un sufrimiento aún mayor y no tiene más remedio que ponerse de pie y continuar el camino hacia el lugar de su ejecución. Y sabemos por el título de esta estación que no es un incidente único: Jesús cae por primera vez. Sucederá de nuevo, este Via Crucis apenas inicia.
Cuarta estación: Jesús se encuentra con su madre
Cuando José y María llevaron a Jesús al Templo para ser dedicado a Dios en cumplimiento de la Ley, el profeta Simeón dijo a María: “Mira, Este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción. Y a tu misma alma la traspasará una espada” (Lucas 2, 34-35). Una espada atraviesa el corazón de María mientras mira a su hijo en el camino de su muerte. El dolor de un padre por el sufrimiento de sus hijos es algo profundo y trágico. ¿Cuánto más grande es el sufrimiento de la Madre de Dios cuando ve a su pueblo cometiendo un crimen, matando a Aquel que los creó, su amado Hijo?
Solo podemos imaginar lo que ocurrió en el encuentro entre María y su Hijo mientras cargaba su cruz. La belleza de este encuentro le da fuerzas para continuar. ¿Qué le habría dicho? ¿Podría incluso hablar? ¿Podría ella decirle algo a Él, o simplemente acunó tiernamente su cabeza, lo besó dulcemente y le agradeció con sus lágrimas su sacrificio? ¿Qué diríamos si tuviéramos la oportunidad de hablar con Jesús mientras cargaba su cruz?
Quinta Estación: Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar la cruz
Simón de Cirene es una figura misteriosa que se nos presenta en los evangelios. Marcos nos dice: “Y a uno que pasaba por allí, que venía del campo, a Simón Cireneo, el padre de Alejandro y de Rufo, le forzaron a que le llevara la cruz” (Marcos 15, 21). Este es un pasaje interesante, que plantea muchas preguntas. ¿Por qué pasaba Simón de Cirene en ese momento? ¿Por qué los soldados le obligaron a ayudar a Jesús a llevar la cruz? ¿A qué propósito sirvió eso? ¿Por qué nos dan detalles sobre los hijos de Simón, como un medio para identificarlo?
Podemos reconocer varias cosas importantes en este pasaje, y en la persona de Simón. Algunos piensan que Alejandro y Rufo, los hijos de Simón, eran cristianos prominentes en el momento en que Marcos escribía su Evangelio, y por eso los menciona por su nombre. Simón se identifica principalmente por su relación con estos dos, y parece que Marcos espera que sus lectores sepan quiénes son. Tal vez el acto de Simón, obligado por los soldados, resultó en una profunda experiencia de conversión y se convirtió en discípulo de Jesús, y sus hijos siguieron sus pasos.
Todos estamos llamados a seguir en sentido figurado los pasos de Simón, llevando la cruz de Jesucristo. Debemos vernos a nosotros mismos en él. Todos estamos llamados a llevar nuestra cruz, pero como cristianos nunca es una cruz que llevamos por nuestra cuenta, nunca es una cruz que sea completamente única. Llevamos la cruz de Cristo, el yugo de Cristo. Cuando tomamos nuestra cruz y lo seguimos, nos unimos a la cruz que llevan Jesús y todos sus amigos.
Sexta estación: Verónica limpia el rostro de Jesús
La figura de Verónica es curiosa ya que se identifica específicamente por su nombre en el tradicional Vía Crucis, aunque no aparece en los relatos evangélicos de la Pasión de Jesús. Además, su papel en la Pasión de Jesús puede parecer poco más que un “lindo” milagro. Pero debemos mirar más profundamente a este misterioso evento.
En su reflexión sobre las estaciones en 2003, San Juan Pablo II sugiere que Verónica puede ser una contraparte de Simón de Cirene. Como ella no pudo haber llevado la cruz física de Jesús, “la llevó de la única manera posible para ella en ese momento, y en obediencia a los dictados de su corazón: le limpió el rostro”. La tradición dice que una impresión de los rasgos de Cristo permaneció en la tela que ella usó. El Santo Padre relaciona este acto con las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo: “En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mateo 25, 40). Dice San Juan Pablo II, “el Salvador deja su huella en cada uno de los actos de caridad, como lo hizo en el paño de Verónica”.
Séptima estación: Jesús cae por segunda vez
Jesús cae de nuevo. En este punto, su cuerpo debe estar apagándose. Después del abuso extremo que ha sufrido, y llevando la cruz hasta el punto de que no puede ir más allá sin la ayuda de un extraño, cae al suelo una vez más. Más allá del dolor físico en que tal caída resultaría, imaginen la humillación que debe haber sentido. Sabemos que se había formado una multitud en el camino hacia el lugar donde Jesús sería crucificado. Se burlaban de Él y le escupían. Incluso con la ayuda de Simón, Jesús no puede seguir adelante, y se derrumba en el suelo. Podemos imaginar que las calumnias en el suelo fueron lanzadas con mayor fuerza e incluso rencor. Pero Jesús sabía que debía continuar. Su trabajo no estaba completo. No podía simplemente acostarse en la calle y morir. Terminaría su viaje en el Calvario y sería levantado en el árbol. Un árbol de la muerte, que se convertiría en un nuevo Árbol de la Vida.
Octava Estación: Jesús se encuentra con las mujeres de Jerusalén
Mientras Jesús se dirigía hacia el lugar de su ejecución, se encontró con las mujeres de Jerusalén, que lloraban al verlo. “Hijas de Jerusalén, no lloren por mí”, dijo Jesús (Lucas 23, 28). ¿Por qué estaban llenas de tanta pena? ¿Conocían a este Jesús? ¿Eran discípulas suyas? ¿Temían la ira de las autoridades sobre los seguidores de este hombre, esas autoridades que le consideraban como un criminal que merece la muerte? No lo sabemos con certeza, pero podemos entender el dolor, el miedo y la pena que sintieron al ver a Jesús, quebrantado y ensangrentado, abriéndose camino hacia la muerte.
Debemos recordar que Jesús no era ajeno al dolor que estas mujeres sentían. Él mismo sintió un profundo dolor por la muerte de su amigo Lázaro, y el Evangelio de Juan nos relata que, al oír la muerte de su amigo, “Jesús lloró” (Juan 11, 35). Compartimos el dolor de las mujeres de Jerusalén, mientras ven a Jesús caminar hacia su propia muerte, llevando sobre sus benditos hombros el instrumento de su ejecución. Jesús sintió este dolor con ellas, y siente nuestro dolor con nosotros.
Novena Estación: Jesús cae por tercera vez
Por última vez, Jesús se desmorona en el suelo. El peso de la cruz sobre su cuerpo devastado demuestra ser demasiado. Cerca del final del camino, sucumbe una vez más al dolor y al agotamiento, a la debilidad por la pérdida de sangre, y se derrumba. ¿Cómo se veía esto para los observadores? Para sus seguidores, este Jesús era el Mesías, el tan esperado Salvador del pueblo de Dios, y estaba abatido, derrotado, siendo obligado a participar en su propia ejecución por el “crimen” de admitir quién era: ¿qué clase de miedo deben haber sentido? Esperaban que esta persona llevara a Israel a sus espaldas, que los sacara de la esclavitud y los llevara al esplendor. En cambio, lo vieron caer al suelo una vez más, incapaz de soportar el peso de la carga que había sido puesta sobre sus hombros por aquellos a quienes se suponía que debía derrotar.
Desde nuestra perspectiva, podemos entender que fue en la muerte y resurrección de Cristo donde estuvo la victoria, pero estar de pie mientras Él moría lentamente ante la vista de todos, disminuyendo más con cada paso, debe haber sido verdaderamente desconcertante, por decir lo menos.
Décima Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras
Jesús ha llegado ahora al lugar donde será ejecutado a manos de los soldados romanos. En un último gesto de ignominia y vergüenza, es despojado, prácticamente desnudado, de modo que cuando esté colgado de la cruz, asfixiándose lentamente hasta la muerte, no habrá nada que proteja el espectáculo de los ojos de los observadores de abajo.
No solo le quitaron sus ropas, sino que los soldados romanos apostaron por ellas, para ver quién se llevaría algo del botín mal obtenido. “Se repartieron sus ropas echando suertes sobre ellas para ver qué se llevaba cada uno” (Marcos 15, 24). Podemos asumir con seguridad que estos soldados probablemente no tenían ni idea de con quién estaban tratando. Si hubieran sabido que estaban contribuyendo a la ejecución de su Creador, Aquel a través del cual todo fue creado, quizás se habrían comportado de manera diferente. Tal vez, al estar en posesión de las vestiduras de la Pasión, esas ropas que fueron usadas por Jesucristo mientras caminaba su doloroso camino de muerte, habrían llegado a la verdad.
Podría ser que estos soldados cambiaran profundamente al entrar en contacto con estas vestiduras, y ver de primera mano la derrota de la muerte a través de la muerte de Jesucristo. Se nos dice que, “el centurión, que estaba frente a Él, al ver cómo había expirado, dijo: verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios” (Marcos 15, 39). Tal vez este centurión era uno de esos soldados romanos que sostenían una parte de las vestiduras de Jesús.
Undécima Estación: Jesús es clavado en la cruz
La mayoría de nosotros hemos pasado la mayor parte de nuestras vidas rodeados de crucifijos. Si nos criamos en la Iglesia Católica, los crucifijos son parte de la estética general de nuestras vidas religiosas. Es muy probable que casi miremos más allá de ellos cuando los vemos, porque casi han llegado al punto de sernos mundanos, debido a su extrema familiaridad. Esto es una tragedia; el crucifijo está destinado a ser un recordatorio del inmenso sufrimiento físico que Jesús soportó por nosotros, y cuando ya no vemos lo que el crucifijo nos muestra, es hora de hacer un balance y meditar realmente sobre lo que significa.
Jesús fue clavado en la cruz. Medita en esto: los clavos fueron clavados a través de su carne, a través de los tejidos de su cuerpo, con el fin de asegurarle a un pedazo de madera del que debía colgarse y asfixiarse lentamente. Su cuerpo fue perforado varias veces, de un lado y del otro. Si los clavos atravesaron sus manos o sus muñecas, o sus pies o sus tobillos, no es lo más importante que hay que entender. Lo que hay que recordar es el hecho de que fue clavado en la cruz. Después de los azotes, después de la coronación con espinas, después del camino al Gólgota donde sufrió aún más tortura y brutalidad, ahora está clavado en la cruz, y levantado para que todos lo vean.
¡Qué dolor! Qué inimaginable agonía, por no hablar de la vergüenza. Mientras sus seguidores miraban, junto con los observadores ocasionales y los que deseaban que se cumpliera la sentencia, solo podemos imaginar lo que ellos sentían, y lo que nosotros sentiríamos en su lugar.
Duodécima estación: Jesús muere en la cruz
Friedrich Nietzsche dijo: “Dios está muerto”. Si hubiera estado hablando en ese oscuro día del primer siglo en el que Jesús de Nazaret fue crucificado, habría tenido razón. La última ofensa había sido cometida, el deicidio. El asesinato de Dios. Las criaturas habían asesinado a su Creador. Mientras colgaba de la cruz, muriendo: “Y a la hora nona exclamó Jesús con fuerte voz ‘Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?’ que significa Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado” (Marcos 15, 34). Este grito de Jesús, en aparente desesperación y abandono, es un grito que muchos de nosotros hemos sentido, y todos nosotros sentiremos en algún momento. En su muerte, Jesús se conecta íntimamente con la plenitud de la humanidad. Dios experimentó la muerte, verdadera y completamente.
Aquí está la ironía final, que muchos de nosotros probablemente hemos escuchado antes, pero quizás no reflexionamos tan profundamente como se merece: de este gran crimen surge el mayor regalo que Dios ha otorgado al hombre. Este es el quid de nuestra salvación, aquí está el misterio de Cristo derrotando a la muerte, salvando a su pueblo de sus pecados, rompiendo las ataduras que una vez nos esclavizaron. A través de su muerte y posterior Resurrección, Jesús iba a traer al hombre de vuelta a la luz de la Vida, y Él es la Luz del mundo.
Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz
Jesús había muerto. Sus seguidores no sabían qué hacer con esto, o qué hacer a continuación. Una cosa sabían: como el sábado se acercaba rápidamente, necesitaban bajar su cuerpo e intervenirlo, para protegerlo de los animales carroñeros y otras vergüenzas. “Y ya al atardecer, puesto que era la Parasceve —es decir, el día anterior al sábado—, vino José de Arimatea, miembro ilustre del Consejo, que también él esperaba el reino de Dios, y con audiencia llegó hasta Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Entonces, después de comprar una sábana, lo descologó y lo envolvió en ella” (Marcos 15, 42-43; 46). El cuerpo de Jesús, sin vida, golpeado y ensangrentado, con marcas de clavos y con cicatrices, fue bajado del instrumento de su ejecución.
Antes de ser colocado en la tumba, entendemos que el cuerpo de Jesús fue puesto en los brazos de su Madre. Aquí vemos el cumplimiento final de la profecía de Simeón cuando el Niño Jesús fue presentado en el Templo, de que “una espada atravesará tu corazón, para que se revelen los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2, 35). Acunó a su Hijo, paradójicamente al mismo tiempo que a su Creador, y su corazón sangró en nombre de todos los que confían en Jesús, todos los que confiesan apasionadamente que Él es el Señor; su corazón se rompió al pensar que Él tenía que sufrir tanto, por transgresiones que no eran suyas.
Pero la verdadera maravilla y esplendor del trabajo que estaba haciendo no se conocía todavía. Y no se conocería hasta dentro de tres días.
Decimocuarta estación: Jesús es colocado en la tumba
Los seguidores de Jesús deseaban enterrar el cuerpo antes de que comenzara el sábado. “José de Arimatea después de comprar una sábana, lo descolgó y lo envolvió en ella, lo depositó en un sepulcro que estaba excavado en una roca e hizo rodar una piedra a la entrada del sepulcro” (Marcos 15, 46). Aquí fue donde el cuerpo de Jesús, separado al morir de su alma, yacería hasta el tercer día. Nadie sabía qué esperar, de hecho, parece por los relatos del Evangelio que nadie esperaba nada. Jesús estaba muerto. No sabían lo que esto significaba para ellos. Esto sucedió en contra de todo lo que habían llegado a entender sobre el Mesías. Pero nosotros, con el beneficio de la retrospectiva, conocemos más. Sabemos que después de la Cruz viene la Resurrección.
Como el Papa San Juan Pablo II escribió en sus meditaciones de 2003 sobre el Via Crucis: “Aunque nuestro planeta se llena constantemente de tumbas frescas, aunque el cementerio en el que el hombre, que viene del polvo y vuelve al polvo (cf. Gn 3, 19), está siempre creciendo, sin embargo todos los que miran la tumba de Jesucristo viven en la esperanza de la Resurrección”.
Mientras realizamos nuestra oración, unámonos sobre todo al mayor y más fructífero sacrificio, el de Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión. Meditar estas estaciones del Via Crucis en oración recogida nos ayudará a morir con Él, muriendo al pecado, para vivir con Él en la resurrección.
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Abner Xocop Chacach
Publica desde septiembre de 2019
Joven guatemalteco estudiante de Computer Science. Soy mariano de corazón. Me gusta ver la vida de una manera alegre y positiva. Sin duda, Dios ha llenado de bendiciones mi vida.
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