En un mundo que se encuentra en caos, las personas encuentran la necesidad de postrarse ante la calma; de intentar por todos lados estabilizar todo lo que está a su alrededor con la finalidad de poder sentir un orden. Lo mismo sucede dentro de cada uno de nosotros cuando no tenemos tranquilidad.
El sufrimiento es una emoción que viene mezclada con dolor, todos podemos sucumbir ante ella, pero no todos sufrimos de la misma manera. Algunos tienen pesares eventuales o pasajeros, otros tienen situaciones que pareciera que nunca tendrán un final. Unos pueden recibir amor de una forma constante y otros nunca han sentido lo que es recibir amor.
Los diversos caminos que nos ofrece el mundo mundano siempre nos llevan a la jaula de la miseria; la cual no concede lugar para la pertenencia de la vida propia, es entonces que no nos sentimos nosotros mismos; sentimos, que nuestra vida está siendo manipulada por otros y el amor es algo tan distante y extraño que sentimos que eso nunca podrá ser para nosotros, aunque en el fondo cada latido del corazón sea un grito desesperado de querer ser amado.
Cuando reconocemos esto, en un instante podemos aceptar todos los demonios que llevamos dentro. La avaricia, la soberbia y la lujuria son algunos de los males en nuestra sociedad actual que por separado y en conjunto nos hacen desconocernos en cualquier momento y nos perforan el alma y el corazón.
Miramos alrededor en busca de quién pueda auxiliarnos, rescatarnos de la podredumbre de nuestra vida, queriendo encontrar algo que nos libere, pero sin saber qué es lo que buscamos. Y no encontramos algo que pueda levantarnos del fango, porque nuestra vida la sentimos desecha.
De pronto recordamos que está Él.
“Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de Él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume” (Lc 7, 37-38).
Muchos de nosotros hemos podido ser aquella mujer pecadora en algún momento. Que en la amargura del arrepentimiento con lágrimas en los ojos demuestra aquello de lo que más ha carecido, el amor. Esa entrega le perdona sus numerosos pecados y entonces puede comenzar de nuevo, siendo alguien reconstruida, renovada. Pero es también ahí en donde quizá por primera vez encuentra un sentido a su vida y al mismo tiempo ésta comienza a pertenecerle. Este mismo suceso acontece de igual modo con nosotros si en algún momento hemos podido ser aquella mujer pecadora. Posteriormente, es muy probable que la mujer, así como nosotros, que luego de ese fuerte encuentro hayamos iniciado un nuevo camino.
La Palabra de Dios no nos específica en algún momento el nombre de aquella mujer pecadora; probablemente no hacía falta, en su basta sabiduría la mantiene en la discreción del anonimato y solo nos revela la sustancia significativa de su acto. En un momento de dolor y desesperación uno solo quisiera que le ayuden y no incrementar su pesar dándose a conocer a los demás.
Sin embargo, después de la tristeza sí que vale la pena conocer quién sí se ha podido levantar del lodo. Reconociendo en todo momento cuál fue esa luz y esa fuente que disipó toda tiniebla y curó todo dolor, pues de no haber existido ésta, nada pudo haber sido posible.
Santa María Magdalena es la mujer que puede hacernos sentir identificados como ese tipo de persona que después de recuperarse solo pensó en entregarse a su nueva vida. Aunque la Biblia no afirma que ella es la mujer pecadora que lavó con sus lágrimas los pies de Jesús, sí fue la mujer que fue liberada de siete demonios y que por consecuencia seguramente vivía un constante dolor que la hacía sufrir en extremo.
Ella es la representación de todos esos cristianos sufrientes que demuestran la fuerza de amar profundamente y que desean amar siempre más, pues ella fue conducida a Cristo a través del sufrimiento y habiendo realizado esto no volvió a mirar atrás. A través de la sensibilidad humana del dolor y del sufrimiento se vislumbra una inmensidad de belleza que en ocasiones es difícil de explicar, pero que es evidente en cualquier persona que a pesar de todas las desgracias decide seguir y no perder la esperanza.
Atreverse a mirar meticulosamente el papel que ella desempeñó en la vida de Jesús genera un gran impacto en lo que nosotros partir de María Magdalena representamos como Iglesia. Es reconocer que a pesar de que la turbulencia del momento sea muy fuerte no debemos perder la esperanza, ella al saber que el cuerpo de Jesucristo no se encontraba en la tumba llora y pide saber el lugar para ir a buscarlo, al ser reconocida por Cristo se convierte en la primera persona en anunciar su resurrección por mandato de el mismo Jesús. Y es completamente bello reconocer que fue una mujer santa e inmaculada quien lo trajo al mundo y fue una mujer pecadora quien tuvo la dicha de ser la primera persona que lo vio y que tuvo la encomienda de avisar a todos que Él había vuelto a la vida.
Pero tal vez, la mayor de las aseveraciones que resulta más bella; es contemplar las características de Santa María Magdalena, la persona que tuvo la alegría de dar este aviso a todo el mundo. Fue alguien que cuando escuchaba mencionar su nombre por Él reconoce que es por el encuentro con Él mismo que su vida comenzó a pertenecerle y el orden empezó a llegar a su vida, pues con ese amor que recibe se reconoce amada y entonces las cosas logran encontrar su sitio. Porque mientras unos vivían para Él y otros dejaban todo por Él, lo que ella podía ser, solo lo pudo ser por Jesús; pues al final ella no tenía nada que perder, pero si podía ganarlo todo, ya que ella reconoció que en Él era el único lugar en el que ella podía vivir y podía abandonarse a la vida. (J.E. Drewerman)
Del mismo modo nosotros, somos ahora también aquella María Magdalena llena de sufrimientos y dolores que cuando llegamos a nuestro encuentro personal con Él encontramos esa calma en la cual queremos permanecer postrados; pues es ahí en donde verdaderamente encontramos el sentido de vivir.
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Diego Quijano
Publica desde abril de 2019
Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.
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