Es un hecho para el mundo, y para nosotros los cristianos, que Dios está vivo, aunque algunas veces se nos olvide que ese Dios vivo lo está también en la figura de su Espíritu que habita en nosotros. El fuego de su amor vive a cada minuto en nuestro interior y la fiesta de Pentecostés, en realidad, es un acontecimiento que vivimos a diario.
Los dones del Espíritu Santo son las virtudes que Dios nos ha regalado para vivir en gracia de modos distintos, pues la vida es en esencia el mayor regalo para nosotros, que contiene, a su vez, otros regalos como son los dones del Espíritu de Dios. A veces, no sabemos como tomarlos y en algunas ocasiones ni si quiera logramos entenderlos, pero son virtudes que ahí están, en lo más profundo de nuestro corazón.
Hace algunos días, en mi momento diario con Dios, me encontré con una bella reflexión que hablaba sobre “Los efectos secundarios del Espíritu Santo”, que más bien me parecen una profundización de cada uno de ellos pero dichos con una precisa y profunda sencillez. Curiosamente, estos efectos secundarios, creo con seguridad que muchas veces podemos y los hemos sentido, aunque realmente no seamos conscientes de que es el mismo Espíritu el que nos produce esta virtud y este sentimiento. Pues, ya que así como tú y yo sabemos, el Espíritu de Dios sopla donde quiere, en el momento que Él lo desea.
Es así que la fuerza del Espíritu es capaz de hacernos llorar. Llorar intensamente de dolor. Porque este llanto es por los pecados de los demás, los pecados de la humanidad entera. Y en cierta forma, este es un llanto corredentor, porque nos lleva a sentir el dolor de Cristo por nosotros; nos ofrece también la oportunidad maravillosa de sentir la piedad misma de Dios. Quien siente este pesar en el alma, al ver las dolencias y los problemas de los demás, ha encontrado un refugio en el Espíritu Santo donde poder desahogarse, para tratar de ser como Jesús, con la piedad que Él tuvo con cada uno de nosotros.
El Espíritu Santo, también nos hace conocer la humildad. Y esta se descubre cuando nos reconocemos abyectos de nosotros mismos. Ese desprecio nos lleva a la presencia del Padre, para buscar su amor, su perdón y su consuelo; a su vez que, nos lleva a Cristo, para pedir ser salvados. En el consejo, muchas veces vamos a encontrar el camino para volver a casa, siempre que nos sintamos perdidos, cuando no sepamos a dónde estamos yendo o tengamos dudas sobre qué decisión tomar en nuestra vida.
Por otra parte, el mismo Espíritu, es capaz de hacernos sentir gozo. Gozo inefable. Algo muy cercano quizá, a tocar el Cielo. Y este momento llega cuando aceptamos las verdades de nuestra vida y nos abrimos a entender lo que quiere Dios de nosotros y cómo lo quiere. El entendimiento como tal, genera alegría, porque con él ya no nos sabemos perdidos; nuestro camino ahora tiene un objetivo.
También por tener el fuego de Dios, somos capaces de ser los mejores soldados y los más incansables guerreros. Porque lo más fuerte que puede tener un hombre, no es su fuerza o su poder, es su espíritu. Es su esencia lo que le da la fuerza necesaria para levantarse cada vez que es derrotado por el mal y por sus pecados. Y así también, es el más digno ejemplo para los demás de fortaleza, fuerza y valentía, que llega a provocar asombro y admiración con solo mirar a esa persona que tiene el Espíritu de Dios consigo.
El silencio es también un efecto secundario. La sabiduría implica callar y escuchar, y en silencio llegar al sosiego. Sin decir una palabra podemos ser capaces de observar y comprender todo lo que nos rodea: nuestros problemas, nuestras heridas y nuestras dificultades, también calmar nuestras tormentas de impulsos, de nuestro desordenado corazón. Ser sabio con el Espíritu de Dios, nos lleva a la paz que nos hace ver con claridad qué es lo que nos favorece y qué es lo que nos perjudica.
Sin embargo, el Espíritu de Dios también nos tiene preparada una sorpresa. La emoción del asombro es ese efecto secundario, que nos abre las puertas a la aventura de la exploración de su creación. Porque el mundo es tan bello y tan meticulosamente creado que es como un parque de diversiones hecho para nosotros, porque nos absorbe con su majestuosidad y su belleza, y queremos saberlo todo y disfrutarlo todo. Queremos saber cómo surgen las olas del mar y por qué vemos tantas estrellas en el cielo, qué hay debajo de la tierra y cómo vuelan las aves, queremos conocer cómo es el mundo y ser parte de esa creación con nuestro arte. Por eso, el Espíritu nos ha otorgado ciencia para desarrollar nuestra inteligencia y nuestra capacidad para expresarnos y darnos cuenta de más de mil maneras de la inmensidad de su presencia.
Por último, y quizá irracionalmente, el Espíritu Santo es capaz de hacernos sentir nada. Absolutamente nada. Y es conmovedor.
Dios siempre habita en nosotros, pero también, Él nos invita a buscarlo. La normalidad de la vida puede ser un estado inerte o de profundo respeto hacia Él. Cuando no sentimos nada, basta con solo creer y mirarlo en ese pequeño pedazo de pan. Me gusta pensar que el Espíritu Santo nos da la grandiosa oportunidad de hacer sentir a Dios la felicidad de la belleza de la vida que Él nos hace sentir, cuando sencillamente no nos hace sentir nada. Ese es el momento que podemos regalarle a nuestro Padre para hacerlo feliz, tanto o más, como Él nos ha hecho felices a nosotros. Quizá todos los días tenemos un momento en el que no sentimos nada y nuestro corazón se encuentra como si estuviera estéril; ese momento es el mejor momento para hacer feliz a quién desde el comienzo siempre pensó en darnos todo.
El temor de Dios, aparentemente nos hace sentir nada. Sin embargo, en esta reflexión se hace mención de una octavo efecto secundario del Espíritu Santo. La alegría.
Estar alegre, significa querer ser feliz buscando que todos puedan también estar felices. Es como tener las ganas de querer abrazar a todo el mundo, no importando quién sea, porque solamente quieres compartir con todos todo lo que ha sido dado.
Ser alegre puede ser un efecto un poco inexplicable, pero es totalmente comprensible, claro y evidente cuando dos personas deciden compartirlo todo entre ellos. Quizás tú ya hayas sentido este efecto con alguien más, pero también esas dos personas pueden ser, en primera instancia, Cristo y tú. Y de esa forma es como guardamos el temor a Dios, porque queremos compartirlo todo, ya que todo está aquí para ser compartido.
Los efectos secundarios del Espíritu de Dios tal vez no son lo más conocido de Él. No es como si fuesen medicamentos que nos advierten qué podrían causarnos al tomarlos, pero ciertamente no podemos evitarlos si queremos vivir. Después de todo, los efectos secundarios de las cosas no siempre son malos, a veces, son una linda sorpresa que nos llena el alma, pero Dios, Dios no sólo quiere llenarnos el alma, Él quiere llenarnos la mente, el cuerpo y el corazón, con su Espíritu.
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Diego Quijano
Publica desde abril de 2019
Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.
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