Nuestra vida entera es un suspiro. Ese suspiro de nuestra vida nos lo ha dado Dios. (Cfr. Gn 2, 7).
Mi vida es un instante, una efímera hora,
mi vida es solo un día volandero y fugaz.
Tú lo sabes, Dios mío, ¡para amarte aquí abajo
no tengo más que hoy!
Mucho se habla del presente en el que vivimos, que si es cambiante, que si es estresante, que si es digital… Eso entre muchas cosas más. Si algo es cierto, es que cada tiempo fue difícil para quien se esforzó.
Todo lo terrenal cambia, pero hay cosas que nunca cambiarán. Ser cristiano, por ejemplo, es algo que nunca cambiará. Se adaptará a los tiempos, pero el motivo principal del cristiano nunca cambiará.
La conversión de cada uno, nuestra conversión personal ante Dios, es en consecuencia algo que, de igual modo, nunca cambiará. Esto más bien, es algo de todos los días, independientemente del tiempo en que acontezca.
Tengo la certeza de que si algo tiene Jesús, y que lo caracteriza mucho, es su inmensa paciencia. Cuando estuvo en este mundo, hasta el cansancio nos dijo una y otra vez que Él es el Hijo de Dios, que Él es el Redentor, nuestro Salvador y que nadie puede salvarse a sí mismo sino sólo a través de Él.
Y, hasta el día de hoy, lo sigue haciendo.
Todos tenemos un poco de Cristo dentro, lo llevamos en nuestras entrañas y siempre busca salir. Porque un anhelo de todos es poder ser buenos. Ser buenas personas, que ayuden a los demás al tiempo que se es feliz.
Y creo que no todos sabrán por qué lo hacen; simplemente lo sienten y lo hacen como pueden (como les dicta su voluntad). Otros, movidos por la curiosidad, sabrán con mayor detalle por qué el ser humano busca ser bueno, pues de alguna u otra manera todos estamos en el mismo camino de querer ser buenos y felices. Sin embargo, tampoco podemos olvidar que al mismo tiempo somos muy testarudos, porque no queremos aceptar el camino de la felicidad. Queremos ir por donde nos place.
¡Oh, Jesús, yo te amo, hacia ti mi alma tiende,
sé por un solo día mi dulce protección,
ven y reina en mi pecho y dame tu sonrisa
nada más que por hoy!
Pero, ¿de qué se trata todo esto?
Se trata de que únicamente tenemos una vida para ser felices y de que, al mismo tiempo, todos nos estamos muriendo en este momento. A cada segundo que pasa nuestra vida se va terminando. Pero todos queremos vivir y ser felices.
Es entonces cuando surgen de nuevo esas preguntas existenciales que el ser humano se hace continuamente: ¿Quién soy? ¿Para qué sirvo? ¿Qué es lo que quiero? ¿Qué quiero hacer de mi vida?
Llegados a este punto, podría considerarse que se forman dos bandos, puesto que ahora todos somos conscientes de que nuestra vida se está acabando a cada segundo, asaltándonos la duda de cómo quiero vivir mi vida. Y así, se crea el grupo de los que quieren ser felices, disfrutando todo lo que ellos quieran, y el grupo de los que quieren ser felices dando todo aquello que puedan dar.
¿Cómo quiero vivir mi vida? Esa es la manera en cómo se plantea comúnmente esta situación. Sin embargo, yo preferiría plantearlo así: ¿cómo quiero morir? ¿Disfrutando de todo lo que quiero o dando todo lo que yo pueda?
“Si al final de cuentas, igual todos nos estamos ya muriendo, qué más da la vida de los demás, yo igual me voy a morir y quiero ser feliz mientras yo viva con lo que a mi me gusta”.
Esto suena un “poco” egoísta, ¿no?
Es cierto que todos estamos muriendo, pero también es un hecho que no todos estamos muriendo de igual forma. Hay quienes están muriendo con una mayor antelación, por escasez, por pobreza, por enfermedad; y otros pocos más, probablemente morirán dentro de mucho tiempo porque pueden vivir mejor.
Y aquí es donde nuevamente viene Cristo con su enorme paciencia a recordarnos una y otra vez que nadie se puede salvar a sí mismo, sino solo a través de Él.
Seamos sinceros y directos. Dios sabe que también nos estamos muriendo a cada segundo. A cada momento alguna persona es llamada por Él en algún rincón del mundo. Pero, como intenta decirnos una y otra vez, hay dos formas de morir en la tierra.
¿Qué me importa que en sombras esté envuelto el futuro?
Nada puedo pedirte para mañana, !Oh Dios!
Conserva mi alma pura, cúbreme con tu sombra
¡nada más que por hoy!
Un grano de trigo puede morir sin haber germinado; se puede quedar seco por dentro y nunca cambiar su forma, morirá así y se extinguirá hasta volverse polvo. Pero un grano de trigo también muere cuando germina, muere en apariencia, porque deja de ser una semilla y ahora se convierte en una planta que da fruto. Y cuando esto sucede somos felices, porque la espiga del trigo es alimento para todos. Si un árbol de manzanas crece en una colina, sus frutos alimentan y dan vida a todos los seres de su alrededor.
¿Quién no se pone feliz cuando planta la semilla de un árbol y al cabo de unos años cosecha?
¡En la pedagogía de Cristo nosotros somos esas semillas! No hay nada más que decir.
Para germinar de esta manera hay que morir, pero morir a nuestro estado actual, original de semillas. Debemos dejar de inspirarnos con analogías y frases superfluas, como “sin lluvia no hay flores” o “la noche es más oscura justo antes de amanecer”. Nosotros somos el ejemplo más bello de la conversión, somos la belleza convertida. Morir por amor, por un fin bueno nos transforma y deja huellas en los demás. ¡Da frutos! ¿Cómo crees sino que nos podría transformar morir por lo más bueno, bello, honorable y digno de este mundo?
Así lo dijo Jesús, y esta es la verdadera felicidad, el camino único: “En verdad, en verdad os aseguro: que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre”. (Jn 12, 24, 27)
El egoísmo del pecado engaña a los hombres fingiendo que se ha de recibir lo mejor, y todo de lo mejor del mundo, para así nunca sentir dolor, “para salvarse”. La desesperación de las personas egoístas es un síntoma que todos notamos y que a todos desagrada. Ahí percibimos y sabemos quiénes son esas semillas que ya están secas por dentro, que necesitan agua pero que no quieren tocar la tierra por repulsión a ensuciarse, por miedo al dolor del cambio de la transformación, del sufrimiento de la conversión.
Estoy convencido de que por esta razón, Cristo es tan paciente, porque la cosecha necesita su tiempo y un árbol no crece en una noche. Es un proceso largo y lento, pero firme y bello.
Y por esta razón el cristiano nunca va a cambiar su esencia, porque Jesús sigue esperándonos. Él no ha cambiado, nosotros sí.
Por ello la conversión es algo de todos los días; nadie puede afirmar que en una noche creyó y se convirtió profundamente. Quien diga eso será un mentiroso, porque las semillas germinan lento, abren las capas de su cuerpo para liberar poco a poco su ser y mostrar la belleza que llevan dentro. Así, para nosotros cada día de nuestra vida se nos presenta como un germinar, como un camino a la conversión.
¡Oh Piloto divino! Cuya mano me guía,
en la ribera eterna pronto te veré yo.
Sobre las fieras olas guía en paz mi barquilla
¡nada más que por hoy!
Santa Teresa de Lisieux
Sin embargo, el Sembrador sabe, y nosotros sabemos, que el árbol que da frutos -así como sus frutos si no se vuelven a sembrar- también inevitablemente muere. El árbol muere después de haberlo dado todo.
Es bien conocida la frase que dice todo lo bueno, todo lo que sirve, se acaba.
¡Y qué cierto es eso! Esta expresión popular, atribuida a objetos, máquinas o inventos creados por el hombre, expresa la esencia de lo terrenal. Pero ¿acaso nosotros no somos también terrenales?
Observemos a un abuelo o una abuela, algún anciano que esté a nuestro alrededor y entenderemos. Ellos son nuestros ejemplos de árboles, pues en sus cuerpos la corteza está pronta a morir. Un cristiano que sea un adulto mayor será alguien que ya ha dado los mejores frutos que su cuerpo ha podido dar, y aunque todavía pudiera seguir dándolos, en algún momento la energía de su cuerpo se agotará y dejará de vivir, así como de dar frutos.
Dios sabrá que ese árbol ha sido muy bueno y muy noble, que siempre floreció a pesar de los malos climas y de las piedras que pudo haber encontrado en su camino cuando sumergía sus raíces en la tierra. Seguramente lo extrañará. Pero aquí está lo fascinante de todo. Dios, el Sembrador, no es un Sembrador cualquiera, ¡es Dios! Y Él puede hacer que ese árbol, esa mujer y ese hombre no mueran, sino que, por el contrario, Él puede ponerlo en una tierra diferente y especial, ¡la tierra de su jardín personal! Allí podrá seguir viviendo para toda la eternidad.
Así es Dios, así es Cristo. Así es la belleza de la vida, de la muerte y de la conversión diaria. El único camino es el de la entrega y del servicio, que significa darse a los demás, una y otra vez, todos los días, hasta darlo todo, para vivir para siempre.
Y a ti, ¿cómo te gustaría morir?
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Diego Quijano
Publica desde abril de 2019
Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.
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