¡Te has preguntado alguna vez si todo queda igual después de reparar algo? ¿Qué quiere decir reparar?
Puede que en principio sepas la respuesta a estas preguntas, pero no es igual visualizar el acto de “reparar” en un sentido material que, “reparar” en un sentido espiritual, en el corazón.
Reparar significa hacer los cambios necesarios a una cosa que está estropeada, rota o en mal estado para que deje de estarlo.
Sería algo así como regresar algo a su estado original.
Es una acción que implica la intención de restaurar las cosas a su condición de normalidad y pureza, a como estaban antes de que algo malo le pasara.
Asociamos en mayor medida “reparar” a recompensar por las pérdidas sufridas o los daños causados por una mala acción moral. Y esto incluye un corazón que hayamos dañado.
Pero con Dios, “reparar”, va mucho más allá…
Reparar es recompensar con con un amor mayor el haber fracasado al intentar amar a causa del pecado.
En otras palabras, es restaurar aquello que fue injustamente tomado, compensando con suma generosidad el egoísmo que causó ese daño.
Hoy en día en el seguimiento de Cristo se aboca especialmente en la alabanza, la adoración, la petición y el perdón, pero silenciamos y olvidamos un aspecto esencial de la vida cristiana: la reparación, el desagravio a Dios por nuestras culpas.
Lo que impulsa a reparar algo surge cuando alguien ha herido a otro, buscando reparar el daño cometido. Esto es bueno y es correcto, pues es parte de la experiencia humana, pero Dios también necesita ser desagraviado y en ese aspecto, nuestro Padre pide siempre nuestra ayuda.
¿Cómo es que Dios puede requerir nuestra ayuda, si es Dios? Bien, en esta ocasión no se trata de orientar y animar a buscarlo o de divulgar la Palabra entre los demás, como los escenarios conocidos donde sabemos que Dios se vale de nosotros; en esta situación, el asunto es distinto, pero también tiene mucho de qué ocuparnos.
Si comprendemos el desagravio a Dios, probablemente podamos encontrar la manera de ayudar a reparar algún corazón, incluso alguno que hayamos herido, y que hasta la fecha siga estando estropeado por nuestro fracaso inoportuno de amor.
Cristo nos amó hasta el extremo (Jn 13, 1)
El amor que ama así hasta el extremo, es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción. El amor de Jesús, es la persona del Hijo que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas: Jesucristo, constituye la cabeza de toda la humanidad y por eso su sacrificio es redentor para todos.
Por lo tanto, Jesús, es el reparador del Padre. Nadie más que Él podía recoger los pecados de todos los hombres, pues ningún hombre; por más santo que fuera, tenía la facultad que tiene Cristo: Dios y hombre verdadero.
Porque su sacrificio es la expresión de justicia y amor que Cristo da al Padre, en reparación de nuestras injusticias y faltas de amor. Cristo nos amó primero, y por amor se lo demuestra al Padre y al mismo tiempo a nosotros, ofreciendo su vida de manera libre e incondicional. Y es así, como se da el mayor acto de reparación y desagravio para la humanidad.
La muerte de Cristo, es el acto de desagravio para el Padre.
Contra el gran peso del mal que existe y abate al mundo, Cristo, ya puso otro peso mucho más grande. El Hijo de Dios se hace presente aquí, en el mundo, y sufre intensamente el mal, pero de esta forma crea un contrapeso que es absoluto: el amor.
Su Pasión y su muerte en la Cruz, fue su sacrificio. Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres (Cfr 1 Tm 2, 5), en su divinidad encarnada se unió de especial forma con todos y es por Cristo que se nos ofrece la oportunidad de que nos unamos en nuestra naturaleza humana -la forma conocida de Dios- en su Misterio Pascual. Él pide a sus discípulos: “tomar su cruz y seguirle” (Mt 16, 24) porque Él ya sufrió por nosotros y nos está mostrando el ejemplo para seguirlo. Cristo quiere asociar su sacrificio a aquellos mismos que son los primeros beneficiarios: nosotros. (Jn 21, 18-19; Col 1, 24)
El ejemplo excelso de esta unión, en este dolor y en esta reparación lo realiza la Virgen María, su Madre.
Jesús, ya ha reparado nuestro pecado con su único sacrificio, nosotros no podemos añadir nada al acto extremo de amor que realizó. Pero Él nos pide a cada uno que nos unamos a ser parte de ese sacrificio redentor, de esa acción reparadora.
Hasta ahora muchos podrían preguntarse, ¿sigue siendo realmente necesario reparar, aunque Cristo ya hizo el mayor y extremo acto de desagravio para Dios y ya está en el Cielo? La respuesta para esto es un rotundo sí. Sí sigue siendo total y absolutamente necesario hacerlo.
La belleza de la Revelación de Dios en Cristo es que desde un principio se nos muestra un Dios personal, que también es humano y por lo tanto siente y sufre ante el amor. Además de eso, es un Dios que no es indiferente a los pensamientos, deseos y obras de los hombres.
Si pensamos que Dios no necesita consuelo alguno, por ser Dios, nos estamos olvidando de que Él también es hombre. Y un hombre que soportó lo que ningún otro hombre podría soportar. El momento de la noche en Getsemaní fue sumamente abrumador.
Aquella noche, fue una de las más desconsoladas para Cristo. En ese momento se anticiparon todos los pecados de la humanidad, pasados y futuros, y un ángel tuvo que venir a consolar a Jesús, pues ningún hombre podría ser capaz de tranquilizar ante semejante tristeza y angustia, el momento fue realmente tan fuerte que las gotas de sudor en realidad eran gotas de sangre.
Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista: «Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé» (Sal 69, 20-21) PP. Pio XXI, Miserentissimus Redemptor, Consolar a Cristo, Num 33-35
Cristo, es un contemporáneo de la humanidad, y aún en el tiempo de la Iglesia el Hijo de Dios sigue sufriendo. “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9, 5) fueron las palabras de Jesús para Saulo, significando que las persecuciones y el daño hecho a los demás, en realidad es un atentado hacia la Cabeza de la Iglesia. Por tanto, Jesús sigue padeciendo en su cuerpo místico, en su Iglesia.
Siendo “Cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte miembro” (Cfr. 1 Co 12, 27) es necesario que lo que padezca la cabeza, con ella también los miembros, pues en la Cabeza faltan todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo.
Por esto, la necesidad de reparación es primordial y es actual, es por amor a Dios. En todas partes, los pueblos lloran mientras se atropellan sus derechos y se busca arrancar multitudes del cobijo de la Madre Iglesia. Todos son daños que buscan acabar con la Cabeza a través del cuerpo.
Es por esto que es apremiante la necesidad de la reparación del Corazón, por las graves faltas de los delitos del mundo, siendo almas ofrecidas como víctimas vivas por amor, para ser los reparadores, los consoladores para el mundo de hoy.
Jesús mismo se ha mostrado con este fin, con las apariciones del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque y también la Virgen María como fue en sus apariciones en Fátima a los tres pastorcitos.
Ambas ocasiones, tuvieron un sentido para buscar las reparaciones y desagravios de los pecados del mundo.
Y es porque el desagravio, tiene la particular belleza de ser un amor que sufre por la misma razón, por amor. Nos brinda un medio eficaz de progreso espiritual.
Para ofrecer este acto reparador, podemos dar todavía más que nuestra penitencia y mortificación. San Josemaría Escrivá, menciona dos dimensiones de la vida espiritual que dan una constante reparación, pues el amor del desagravio debe abarcar toda muestra de amor, del vivir diario.
Dios Padre ya ha puesto ansias de reparación en nuestra alma, si unimos nuestros méritos a los méritos infinitos de Cristo, logramos la filiación divina. Por otra parte, podemos llegar a volcarnos con total voluntad que, ante la inmensa cantidad de pecados que hay, buscaremos hacer tantos actos de desagravio en el mundo como el número de vueltas que da cada llanta de un vehículo en toda su vida, esto es la infancia espiritual.
Esta analogía infantil, por muy tierna -y extrema- que parezca, es la voluntad que espera nuestro Padre de nosotros, para convertirse en un diálogo eterno entre el Hijo y el Padre. Razón de esto puede ser por qué la Virgen María se le apareció a tres pastorcitos pidiéndoles su ayuda y su ofrecimiento en desagravio por los pecados cometidos por los hombres.
Para buscar la reparación no es necesario momentos particulares; en el día a día, pequeños actos de amor aportan mucho: una jaculatoria, una acción de gracias, una señal de la Cruz, una oración a María -especialmente si pasamos por lugares donde sabemos que se ofende a Cristo- todo ello casi sin darnos cuenta nos llevará a una mejor vida contemplativa y de desagravio.
Pero es cierto que existen los momentos más apropiados, y uno particularmente especial es al realizar nuestro examen de conciencia, en el que debemos tratar de hacer costumbre el concluir con un acto de amor, con un dolor de amor, por ti y por todos los pecados de los hombres.
Necesario es no olvidarnos que toda esta fuerza de expiación proviene del sacrificio cruento de Cristo, que siempre se renueva en la Eucaristía; y a este sacrificio tenemos que asociarnos siempre activa y espiritualmente, borrando culpas, reparando vidas y restaurando la belleza del corazón.
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Diego Quijano
Publica desde abril de 2019
Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.
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