San Agustín determina que existen tres tipos de sustancias (cfr. Carta 18, 2). Lo sumo es Dios (que es bienaventurado, es más, Él es la bienaventuranza), lo ínfimo son las cosas (que no pueden aspirar a la bienaventuranza, pero tampoco a la miseria), y lo mediano somos nosotros, los hombres, que según a dónde orientemos nuestro amor podemos ser bienaventurados (hacia Dios) o míseros (hacia las cosas). Quizá se podría seguir de aquí que, si amamos a otros medianos, seríamos… simplemente mediocres.
Pero he aquí el gran matiz: el amor cristiano al prójimo trasciende esa “mediocridad” y la llena de belleza, porque se trata de una prolongación del amor perfecto, el amor a Dios. Cuando amamos de verdad a Dios, amamos lo que Él ama, y sabemos que Él ama con locura a los hombres, por quienes se ha entregado. Y entonces nosotros también los amamos, pero no a lo humano, sino a lo divino, de la manera en que Él los ama. Amamos en ellos lo que Dios ama, que es su propio ser, ya que en cuanto han sido creados son buenos.
Y queremos para ellos lo que Dios quiere para ellos, que es su bien. Aristóteles ya entendía que amar es “querer para alguien lo que se considera bueno” (Retórica, II, 4). Los cristianos contamos con la ventaja de saber con certeza qué es lo bueno en grado sumo para el otro: Dios.
A los cristianos no solo no se nos prohíbe amar a otros, sino que se nos ordena. Pero el cristiano debe ir más allá. También los paganos aman a sus esposas, hijos, etc. Esto es humano. Es un primer paso necesario: la humanización es un paso hacia la divinización. Quien ya ha perdido esto, quien ya directamente busca utilizar y/o abusar del otro, está por debajo de la condición de hombre, y lo primero que debe hacer es humanizarse. Pero hay que amar más a Cristo, y amar a esas personas según Cristo, amando a Cristo en ellas, y aborreciendo en ellas lo que no es de Cristo (su pecado, buscando que se corrijan para que lleguen también al Reino de Dios).
No es malo amar, sino amar a algo más que a Dios. O a alguien: amar al prójimo es un mandamiento principal, pero subordinado a amar a Dios; por eso el mismo Jesús dice que quien ame a alguien más que a Él no es digno de Él (cfr. Mt 10, 37). De todos modos, quien de verdad ame a otro lo que más ha de procurar es llevar al otro a Cristo, llegar juntos al Cielo.
Sin embargo, si solamente debemos amar como fin en sí mismo a Dios… ¿Significa eso que a los demás los tenemos que amar como a “medios”? ¿No es eso despersonalizador?
En efecto, ni siquiera a los otros hombres hay que amarlos por sí mismos sino por Dios y en Dios. Distinguía San Agustín entre amor de disfrute, aplicado solo a Dios, y amor de uso, aplicado a todo el resto de cosas, y personas. Pero no se debe entender aquí “usar” como servirse del otro a la manera de un objeto, sino por contraposición al “gozar”, que para este santo implica un “por sí mismo” y solo se aplica a Dios y a la vida eterna. Pero en ningún caso implica un desprecio al otro. Al contario, supone ver al otro en su realidad plena de hijo de Dios, elevándole en su dignidad respecto a si solo se le ama por lo que es desde un punto de vista terrenal. Esto precisamente previene contra el “usar” entendido en el sentido corriente de la palabra. Eleva nuestra capacidad de amar y nos lleva a buscar el verdadero bien mayor para el otro.
El aparente dilema moral entre sentir que debemos amar a los demás como fines, no como medios, pero saber que ese honor se lo debemos plenamente solo a Dios, se solventa si pensamos que amamos a Dios en los demás, lo que es de Dios en ellos, pues son personas creadas a su imagen y semejanza.
Como decía San Juan Pablo II: “Amar es lo contrario de utilizar”. A la persona no se la ha de amar por el beneficio que pueda obtener de ella, por lo que me puede reportar a mí, como el placer corporal. Eso es utilizarla, y por tanto “cosificarla”, reducirla al nivel de las otras criaturas, cuando tiene una dignidad muy superior. Y quien actúa así, se puede creer que es el dueño, que domina sobre esas otras personas, pero en realidad se hace esclavo del pecado, de sus propios deseos desordenados. Esta conducta egoísta no solo destruye a otra persona, la que es usada, sino también al que la practica, por no amar como está diseñado para hacerlo, pervertir la belleza del anhelo de verdadero amor que Dios ha puesto en él.
En cambio, el amor de uso bien entendido no es una minusvaloración del otro, y una demostración de ello es que se puede aplicar al propio Cristo. Cristo es a la vez, como Dios que es, nuestro fin, y, como Él mismo dice, el camino (cfr. Jn 14, 6). Como fin, le hemos de tributar un amor de disfrute, pero como camino, le corresponde uno de uso. “Usamos” a Cristo para llegar al disfrute de Dios. Por supuesto, esto solo es posible porque Él mismo ha querido convertirse en “usable” para que podamos alcanzarle, algo que sería inviable por nuestros propios medios.
Además, el amor con que Dios nos ama a nosotros es un amor de uso, no de disfrute. Pero esto es una ayuda para nosotros, porque Dios al amarnos nos refiere a Él y, por tanto, nos eleva, convirtiéndose en realidad Él en útil (o usable) para nosotros. Lo mismo hacemos nosotros con el prójimo cuando le amamos de esta manera, refiriéndole a Dios. El amor de uso es el que busca el mayor bien del amado. Con Dios no es necesario, pues Él ya goza de la plenitud de los bienes y no requiere de nuestro amor para enriquecerle en nada. Pero con el prójimo sí, ya que todavía, al igual que nosotros, no ha llegado a su fin último y felicidad verdadera, y si realmente le amamos debemos ayudarle a conseguirlo.
El cristiano no solo usa al amado para el propio bien del amado, sino que mediante las obras de misericordia, se convierte en usable, útil para él. De este modo, amando con amor de uso y haciéndose usable por el otro, el cristiano imita las dos maneras en que Dios nos manifiesta su amor. Es la belleza de este ciclo virtuoso. Por otro lado, nadie tiene derecho a estar resentido con nosotros por amarle no por sí mismo, sino por Dios, ya que así es también como nos amamos a nosotros mismos. El cristiano espera que la otra persona le corresponda amándole de esta misma manera.
La virtud puede definirse como “amar aquello que se debe amar” (cfr. Carta 155 de San Agustín). Y el amor predilecto se debe dar a lo más alto que encontremos, que es Dios. En cuanto al amor a los demás, como mejor lo manifestamos es consiguiendo que ellos también amen a Dios: es el mayor bien que podemos hacer por ellos.
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Paola Petri Ortiz
Publica desde marzo de 2019
Historiadora reconvertida en emprendedora, entrenadora personal y nutricionista. Apasionada de la salud espiritual, mental y física. Enseñando a cuidar de nuestro cuerpo como Dios cuida de nuestra alma. Aprendiendo a dejarme amar por el Corazón de Jesús.
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