La vida cristiana es un camino intrépido y misterioso. Repleto de desafíos y controversias que hacen de su curso una experiencia personalísima; tejida por la unión entre cada alma caminante y el Dios que le aguarda para el encuentro. Y aunque el camino es personal y cada uno lo va “trazando” de algún modo, hay senderos marcados e iluminados por quienes antes ya habían caminado y atravesado las rutas de la fe.
Cristo fue el primero, sin duda, y es el único guía verdadero. Por eso, sus palabras, sus enseñanzas y su testimonio son la luz más fiel y segura que tenemos para llegar al destino que es el Reino de los Cielos. En las Sagradas Escrituras nos encontramos numerosas veces con su Palabra, aguda y filosa; que punzan en lo profundo de nuestro ser y nos apuntalan a ver esa luz que por momentos parece esconderse detrás de nuestro error y nuestra miseria, pero que sigue ahí brillando con fuerza a la espera de ser encontrada por nuestra inteligencia y luego por nuestra voluntad.
Una de las controversias más notables de esta aventura cristiana, es la doble realidad de mi crecimiento personal y la entrega a los demás. Cristo hace alusión muchas veces a la importancia del servicio desinteresado al prójimo, afirmando incluso que el cristiano gana cuando pierde… Y es el mismo Cristo quien se había hecho eco de esas palabras en Su pasión y muerte de cruz; que muy bien dejan ver esto de “dar para recibir”.
El reino de Dios viene a ser a manera de un hombre que siembra su heredad; y ya duerma, o vele noche y día, el grano va brotando y creciendo sin que el hombre lo advierta. Porque la tierra de suyo produce primero el trigo en yerba, luego la espiga, y por último, el grano lleno en la espiga. Y después que está el fruto maduro, inmediatamente se le echa la hoz, porque llegó ya el tiempo de la siega. Marcos 4, 26-29.
Lo interesante de esta parábola es ver cómo la semilla que nosotros somos crece y fecunda sola, sin acciones por parte del sembrador. Es como si el crecimiento se diera por sí solo, sin necesidad de asistencia “extra” de nuestra parte. Y es que Dios con su Gracia va empujando y germinando la semilla del bien en nuestra alma y en nuestro tiempo; y nuestra tarea “sólo” se corresponde con no obstruir esa acción de la Gracia divina (¡tarea de santos y héroes!). Es como si debiéramos surcar el suelo de nuestra alma para dejar atravesar el agua de la Gracia de Dios, para que avanzando sin obstáculo ni demora pueda ir empapando todo el campo e hidratando la sequía de los rincones más desconocidos de nuestro corazón.
Aquí no caben los voluntarismos engañosos que nos invitan a querer hacerlo todo nosotros con nuestras propias manos, sin dejar lugar al Único que en realidad puede hacer florecer el alma pecadora de cualquier hombre miserable.
Podríamos creer, también equivocadamente, que entonces no debemos hacer nada. Pues si, debemos hacer. Debemos apartar aquellas barreras de nuestra humanidad que no permiten al Padre hacer crecer la semilla. Debemos correr nuestro ego, nuestra propia valía de nosotros mismos, nuestros afectos y apegos desordenados a las cosas; pero dar paso a la Gracia de Dios, a la obra redentora que Jesús quiere hacer en tu corazón. Veamos la belleza de la palabra de San Gregorio:
O de otro modo: el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón; duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras; se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad. Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido. Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga; y, en fin, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto. San Gregorio Magno, Moralium 22, 20
Sería algo como “dejar a Dios ser Dios”. Y nosotros, ir renunciando a todos aquellos afectos que por excesivos o defectuosos, no permiten a Dios avanzar en nuestra santidad… Después de todo, la santidad no es tanto la obra del hombre en su propia vida, sino la obra maestra de Dios en el lienzo manchado de cada alma. En tu alma pecadora, Dios va manifestando Su grandeza inconmensurable cuando le dejas actuar. ¿O acaso con cada historia de Santidad no ha sido Dios mismo quien ha obrado conversiones, prédicas y milagros? Los santos, en realidad, no son más ni menos que los testimonios vivos de que cuando dejamos a Dios ser Dios, y nos apartamos a nosotros y nuestros egoísmos del camino; se obran maravillas. Así canta la mismísima Virgen María la belleza de este hecho:
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Lucas 1, 46-50.
Pero ya lo dijimos antes, el Maestro es Cristo; en Él debe estar puesta nuestra mirada. Él ya lo había dicho antes:
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame. Porque el que su alma quisiere salvar, la perderá. Mas el que perdiere su alma por mí, la hallará. Mateo 16, 24-25.
Niégate a ti mismo, he ahí la clave. No en los interminables “check list” de cuaresma, en la enorme junta de propósitos anuales, en los esfuerzos insuficientes de hacer esto o aquello. No quiero desmerecer las obras, pues sabemos que “una fe sin obras es una fe muestra”, como relata la carta de Santiago. Pero no pongas en ellas tu corazón, ponlo en Dios, en Su fuerza, en Su misericordia, en Su amor por ti. Pon tu corazón en las manos de aquel que dijo “Yo hago nuevas todas las cosas”. Y verás cómo te hace nuevo también.
Tu parte es esa: renunciar. Sentarte, en manos de Dios y bajo la inspiración del Espíritu Santo; a captar y discernir cuales son aquellas cosas (sean materiales, afectivas o espirituales) que no te dejan verlo, que no te dejan alcanzarlo… O mejor dicho, que no dejan que Él te alcance. Quítalas de en medio, no pierdas el tiempo. Nada más, amigo. Hazlas a un lado y vas a ver cómo Dios te transforma completamente y hace crecer esa semilla insignificante que habías echado con tus buenas intenciones.
Se niega a sí mismo aquel que reforma su mala vida y comienza a ser lo que no era y a dejar de ser lo que era. Se niega también a sí mismo aquel que pisoteando su vano orgullo se presenta delante de los ojos de Dios, extraño a sí mismo. San Gregorio Magno, homiliae in Hiezechihelem prophetam, hom. 10.
¿Estás listo para dejar a Dios ser Dios? No deberíamos tardar más, si es que queremos contemplar Su Belleza celestial.
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Agustín Osta
Publica desde noviembre de 2019
Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.
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