Hay días en los que comienzo a reflexionar sobre la inmensidad y la belleza de nuestro Dios. Es algo que supera toda mi humanidad y mis pensamientos. Hace un tiempo reflexionaba mucho sobre cómo el mismo Dios que creó todo el universo, que creó galaxias enteras, millones de estrellas, ese Dios enorme es el mismo que concibe a toda la humanidad, conociendo a cada uno de sus hijos, sus historias, sus sueños, sus anhelos.
¡Es una locura! Siempre que termino de pensar estas cosas me queda un sabor en la boca, una sensación, un pensamiento:
¡Qué grande es mi Dios!
Es una realidad, tenemos un Dios enorme que a lo largo de la historia de la Salvación se ha manifestado de muchas maneras como en Éxodo 13, 21:
El Señor caminaba delante de ellos, de día en una columna de nubes para guiarlos; de noche, en una columna de fuego, para alumbrarles; así podían caminar día y noche.
En este versículo claramente podemos identificar la inmensidad de Dios de la cual veníamos hablando. Pero hubo una vez en que ese Dios inmenso, ese Dios creador de todo el universo, se hizo el más pequeño entre los pequeños.
Hace mucho tiempo Dios se hizo carne, se hizo uno más de nosotros. Una jóven judía que estaba comprometida con un carpintero fue la escogida. No era solo una jóven, era virgen, no había convivido con José, aquél carpintero que era oriundo de Belén.
Qué embarazo tan esperado, nueve meses de muchas sensaciones, expectativas, dudas, incertidumbres. Siempre que imagino a María y a José mientras esperan a ese pequeño pienso en José llegando cansado de su labor, con las manos encallecidas por trabajar con madera, saludando a María que seguramente está en la cocina preparando algo para comer… ¡Cuánta belleza hay en esta imágen! Hasta que el momento llegó, estaba por nacer ese pequeño. No estaban ni en su casa, ni con su familia, se encontraban en Belén por un censo.
Ese Dios enorme, se hizo pequeño. Ese Dios enorme, nació en Belén, la ciudad marginada de Israel. Ese Dios enorme pareciera ser un Dios pequeño. Nació en un pesebre, rodeado de animales, seguramente un lugar cálido por el pequeño espacio.
En ese pesebre de Belén es donde Dios se despojó a sí mismo, haciendosé semejante a los hombres. No dejó de ser Dios, pero si ha querido estar entre nosotros dejando de lado la gloria celestial. Haciéndose humano ahora el Dios enorme pasará sitauciones como las que vivimos nosotros día a día: Tener sed, frío, estar cansado, estresado, etc. Hasta incluso, por amor, pasó por la muerte. Todo esto me lleva a hacer una reflexión…
¿Cuántas veces no quiero dejar atrás cosas que me hacen mal? ¿Cuántas veces Dios me pide despojar personas, pensamientos, malos hábitos para que Él viva en mí?
Cómo nos cuesta a nosotros despojarnos, renunciar, no volver a caer con la misma piedra.
Por eso es necesario mirar a Jesús, mirar al niño Dios, mirar al Amor pequeño en el pesebre y recordar cómo Él se anonadó a sí mismo, dejando muchas cosas atrás (ocultas, hasta el momento de la vida pública) para vivir, caminar, estar entre nosotros. Contemplemos la Belleza en ese pesebre, donde Él habita y pidásmole que nos bendiga, que nos dé la gracia de hacernos pequeños para recibrlo en nuestros corazones.
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Agustín Rodríguez
Publica desde julio de 2022
De Argentina, 21 años. Seminarista. Dios me invita a vivir mi camino de santidad compartiendo las maravillas que Él hace en mi vida.
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