El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice al respecto de esta virtud: La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón”. La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena” (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada “moderación” o “sobriedad”. Debemos “vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tt 2, 12).
«Nada hay para el sumo bien como amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. […] lo cual preserva de la corrupción y de la impureza del amor, que es lo propio de la templanza (…)
Todos los hombres (varones y mujeres) tenemos en sí el deseo natural de gozar, el cual puede volverse destructivo. Esta verdad puede ocultarse bajo la mentira: “el hombre es bueno”, sugerida por el liberalismo. Niega que el hombre haya perdido el orden natural e interior de su naturaleza mediante el pecado original. Claramente, según esta idea, la virtud que trataremos en este artículo no tendría sentido, es absurda y carece de objeto.
Justamente, la templanza presupone que es posible una rebelión destructiva de los sentidos contra el espíritu. De ahí la necesidad que Dios nos ordene, nos temple, nos serene, y que nosotros cooperemos poniendo los medios.
Es llamada también “virtud de la moderación”, en sus típicas formas de la castidad y de la continencia.
¿Qué se entiende en el lenguaje de hoy por “moderación y temperancia”? El sentido de estas palabras, dice el autor que está guiándonos en esta serie de artículos sobre las virtudes cardinales, ha quedado miserablemente encogido al burdo significado de moderación en el comer y el beber; a ello habría que hacer notar que sólo se tiene en mente la cantidad de ingesta, por lo que el defecto que se ataca parece aludir únicamente al hecho de comer demasiado y al estómago lleno.
Josef Pieper nos dice que este sentido restringido apenas logra insinuar la esencia de la templanza, y para nada la agota ni la contiene. Esta bella virtud tiene un sentido mucho más amplio, no complicado por ello, y un rango superior: como dijimos, es una virtud cardinal, uno de los cuatro ejes sobre los que se apoya la puerta que conduce a la Vida.
La palabra templanza se la puede llegar a asociar con algo negativo. La misma sugiere: restringir, retener, contener, poner freno. Es importante aclarar y conocer que este no es el verdadero sentido que posee.
En su sentido originario la palabra griega significa, en general “sensatez ordenadora”. En un sentido positivo, esta virtud, nos habla de respetar y cuidar, proporción correcta, índole recta, conveniente disposición, educar.
Templanza significa, entonces, realizar el orden en uno mismo; dejarse enderezar o componer por el Divino Artista, y cooperar con Él. Esta virtud se vincula con la valentía, con el temple de ánimo. Santo Tomás de Aquino dice que el sentido próximo de la templanza es la “tranquilidad del espíritu”, que refiere a esa calma que llena el espacio más íntimo del ser del hombre, y que es sello y fruto del orden.
El sentido final de la templanza es el orden interior del hombre (varón y mujer); únicamente de él mana esta calma de espíritu. No se refiere a no ser molestado, o la apática indiferencia de los sentimientos.
El autor también nos ayuda a comprender la distinción de esta virtud con las otras, Dice que la templanza se refiere al sujeto que actúa, mientras que la prudencia mira la realización del ser en general; la justicia mira al otro; el fuerte olvidándose de sí mismo, sacrifica sus bienes y su vida.
Por la templanza el hombre se mira a sí mismo y a su estado, dirige su mirada y su voluntad hacia sí mismo. Claro que esto repercute en los demás, en nuestros hermanos, porque nos necesitan virtuosos, y nosotros a ellos del mismo modo.
Pero para el ser humano, hay dos formas de volverse hacia sí mismo: desprendido de sí y en forma egoísta. La primera es efectiva, apunta a la autoconservación, la segunda destructiva. Sin la templanza, podemos autodestruirnos por la degeneración egoísta de las fuerzas que apuntan a la autoconservación (lo veremos más en detalle unos párrafos adelante).
Contrario a esto, la vuelta hacia sí mismo desprendida de sí es desinteresada, porque no se puede realizar con la mirada puesta solo en el hombre. Esta virtud conserva y defiende el orden interior de cada persona, en relación a Dios y al prójimo.
Porque desde el pecado original el ser humano no solo es capaz de, sino que, contra su propia naturaleza, está inclinado a amarse más a sí mismo que a Dios, su creador. Por eso decíamos al inicio que la templanza no aplica solo a ordenarse en el comer, sino a ordenarse en cuanto al Creador, el Todopoderoso.
La templanza defiende contra la perversión egoísta del orden interior nuestro, para que ubicados en la auténtica realidad y verdad personal, podamos actuar y vivir con libertad, con humildad.
Templanza y trabajo son los dos mejores custodios de la virtud.
San Juan Bosco
Todos los seres humanos tenemos el insaciable y natural anhelo de felicidad, y estamos llamados a conocer al único Bien capaz de llenarnos y hacernos realmente felices, que es Dios. La práctica de las virtudes morales cardinales nos perfecciona, individual y socialmente, al disponernos convenientemente para nuestro fin último.
A diferencia de la fortaleza que, al movernos al verdadero bien nos hace superar las dificultades y obstáculos que nos separan del mismo, la virtud de la templanza nos permite gozar de los placeres sensibles de una manera ordenada y adecuada, sin desviarnos, por tanto, de nuestro fin, la verdadera felicidad.
Nuevamente la filósofa tomista, española, que me gusta mucho por su claridad y sencillez, María Esther Gómez de Pedro, lo explica de esta forma:
¿Por qué es necesaria esta virtud? Porque, como seres racionales, con inteligencia y voluntad, debemos satisfacer nuestras necesidades naturales no según el instinto, sino de acuerdo a la recta razón, es decir, racionalmente. También a las operaciones naturales de conservación del individuo -alimentación- y de la especie –unión sexual- les sigue el efecto, común a todas las operaciones o actos, un cierto deleite o placer. Cierto, pues lo propio de un deseo es una cierta inquietud que dura mientras no se logra lo deseado, y cuando se logra, tal inquietud desaparece, produciendo una sensación de deleite.
El placer sería un deleite sensible, mientras que el gozo es un deleite espiritual. Así, pues, el placer es algo perfectamente natural que tiene una determinada misión en nuestro ser y obrar. Pues, ¿qué sucedería si no gozáramos con el alimento que necesitamos para vivir, sino que sintiéramos repugnancia? En ese caso habría ciertas posibilidades de que no nos alimentáramos, sólo porque nos produciría disgusto, poniendo nuestra vida en peligro. Lo mismo que ocurre con el placer que produce el alimento y la bebida puede aplicarse al placer de tipo sexual.
Qué belleza la obra de Dios en nosotros y para nosotros, ¿no? Nada dejó, ni deja, al azar. Todo lo medita; todo lo hace rebosante de sabiduría y amor.
Este placer, por su fuerte componente sensible, puede, sin embargo, sentirse de una forma tan vehemente que nos incline a salirnos de la medida racional a la hora de satisfacerlo, y a buscar el placer sólo por el placer con lo que perderíamos de vista su papel de acompañante de ciertas operaciones. Tal cosa puede suceder, por ejemplo, al que bebe alcohol inmoderadamente sólo porque así se siente bien y se evade del mundo real, lleno quizás de sufrimientos. Precisamente por eso, tal vehemencia requiere ser moderada para no hacernos caer en extremos, sean por exceso o por defecto, contrarios al recto ordenamiento de la vida humana. Y como la virtud es aquella inclinación o disposición estable a la obra buena, es decir, a la que se ajusta a la recta razón, necesitamos una que modere o sujete la satisfacción de nuestras necesidades básicas al criterio racional. Tal es la templanza.
En relación con esta virtud, debemos conocer sus dos vicios opuestos; uno por exceso y el otro por defecto: la intemperancia o la insensibilidad. Allí cuando se produce una búsqueda del placer por el placer y se alimentan constantemente, cada vez más, los deseos sensibles carnales, se cae en el primer vicio. Es menos frecuente que el desorden proceda no del exceso, sino del defecto, en cuyo caso se da el vicio de la insensibilidad, que consiste en un desprecio de tales operaciones, única y exclusivamente porque provocan placer; placer que es considerado como malo o pecaminoso. Hasta aquí la autora.
También podemos equivocarnos cuando el desorden (la templanza es orden) procede la inconveniencia de las circunstancias o del modo. Sería el caso, por ejemplo, de jóvenes que siendo todavía novios quieren “probar o gustar” los dones o regalos de la vida matrimonial, cuando aun no es el momento (porque falta tiempo de conocerse, falta madurez, y lo más importante: el marco del sacramento del matrimonio, que custodie, eleve, y signifique la unión de ambos)
Vuelve a recordarnos y alentarnos el Catecismo: Las virtudes humanas (que hemos venido conociendo en esta serie) adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.
Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.
Aparece, según lo considerado, la necesidad de ser dueños de nosotros mismos, también en relación a los deseos básicos que, como seres vivos, experimentamos. La clave de este señorío radica en obrar conforme a lo racional, y no conforme al instinto, que es algo animal; no porque sea malo, al contrario: es dado y querido por Dios, pero para fines concretos, en circunstancias específicas, para nuestro bien y felicidad.
Según lo que somos, creaturas racionales, llamadas a la Vida Eterna, así debe ser nuestra felicidad. ¡Ave María y adelante!
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Guadalupe Araya
Publica desde octubre de 2020
"Si de verdad vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo a toda costa", decía el gran Chesterton. A eso nos llama el Amor, y a prisa: conocer la Verdad, gastarnos haciendo el Bien, y manifestar la Belleza a nuestros hermanos, si primero nos hemos dejado encontrar por esta . ¡No hay tiempo que perder! ¡Ave María y adelante! Argentina, enamorada de la naturaleza (especialmente de las flores), el mate amargo y las guitarreadas. Psicóloga en potencia. La Fe, ser esclava de María, y mi familia, son mis mayores regalos.
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