La conversión es el camino de la vida. La conversión del alma a Dios está realmente lejos de ser el fruto obtenido de un esfuerzo realizado, o un estadío al que se llega y en donde nos estancamos para no movernos de allí. En absoluto. La conversión es ese constante regreso del alma a Dios, cuando se ha desviado. Es ese caminar del pródigo hacia el hogar, hacia su padre. Y ese regreso se da como en una dinámica sin fin, de ida y de vuelta, de cada día, de cada momento de la vida. Todo el tiempo, en todo momento, debemos estar pendientes de convertirnos de nuevo. Sea para regresar de la vida de pecado, o bien para acercarnos más y más a Dios cada vez, a estrechar la relación íntima entre nuestra alma -la esposa, a decir de San Juan de la Cruz- y el Señor -el dulce esposo-.
Pero esto nunca es una iniciativa humana. La libertad del hombre le permite escoger sí, si desea ir hacia Dios. Pero aunque parezca que sí, esta iniciativa jamás es propiamente del hombre sino del Creador, ya que como tal, Él puso en nuestro corazón el deseo de buscarlo y alcanzarlo. Dios siempre da el primer paso, Dios busca, el hombre en tal caso, debe “dejarse encontrar”. Los episodios mas icónicos sobre conversión del hombre a Dios en la Biblia son siempre y muy claramente iniciativa del Señor. Sin ir mas lejos, la conversión del mismo San Pablo se da por una revelación de Dios. Pero así también otras tantas, donde Él decide obrar milagros para que otros crean, Él decide mostrarse, Él decide ir hacia el hombre. Y lógicamente que, lo ultimo, es la libertad del hombre que puede querer o no, abrazar a ese Dios que viene a su encuentro.
Y después de esto salió, y vio a un publicano, llamado Leví, sentado en la oficina de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”: Y levantándose, dejó todas sus cosas, y le siguió. Y le hizo Leví un gran banquete en su casa, y asistió a él un grande número de publicanos y de otros que estaban sentados con ellos a la mesa. Y los fariseos y los escribas de ellos murmuraban, diciendo a los discípulos de El: “¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?” Y respondiendo Jesús, les dijo: “Los sanos no necesitan de médico, sino los que están enfermos. No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia”. San Lucas 5, 27-32.
Y se reitera en este pasaje esa belleza de la búsqueda divina del hombre. En la oración, en el sacrificio, en al amor, en la virtud… En todo aquello que nos conduce a Dios, es el mismo Dios el primero, es el mismo Dios el que llama en el interior al hombre y lo mueve -lo invita- a hacer aquello que lo acerca. Y es el hombre que luego acepta o rechaza dicha invitación. Como allí lo hizo Leví, que ante el rotundo “sígueme” de Cristo, dejó todo para ir detrás de Él. Porque, como dice luego el pasaje, Cristo no vino a encontrarse con sanos sino con enfermo. Y es que en realidad estamos todo enfermos por el pecado. Ni uno de nosotros está eximido de esto -excepto María Santísima, claro- y ninguno de nosotros está exento por lo tanto de esa búsqueda que Dios hace de cada uno de nosotros. De esa invitación, de esa llamada a la conversión.
Fijémonos también que el llamado de Dios nos quita del mal, nos saca del lugar de perdición y dolor en donde nos habíamos sumido. Así lo hace con Leví, quien estaba preso de la avaricia y el egoísmo, endiosando el dinero y colocando su vida entera sobre los bienes limitados que éste pudiera darle. Y a ese que se encontraba atrapado en las garras de lo ajeno, Cristo lo saca, lo invita, lo salva, lo convierte; diciéndole “Ven, sígueme”. Sígueme le dice, como diciendo “ven a mí, adonde debes estar, a mi presencia, a mi eternidad”. Como diciendo “vuelve a Dios, creatura de Dios”.
O publicano es el que sirve al príncipe del mundo, y paga su tributo a la carne: los manjares si es goloso, el placer si es adúltero, y lo demás si es otra cosa. Cuando el Señor le vio sentado en el banco de la recaudación, esto es, no dirigiéndose a cosas peores, lo separó del mal, siguió a Jesús, y le recibió en la casa de su alma. Teofilacto, Catena Aurea
El llamado de Dios al hombre quiebra por completo el tiempo, cortando la crónica humana para introducirlo a la dinámica divina de la eternidad. Dios le llama y le saca, le arranca de las manos del pecado que nos condena a vivir dentro del tiempo, en el marco limitado de las horas y los días y nos achica la mirada hacia nosotros mismos y hacia aquellas cosas que no nos perfeccionan ni salvan nuestra alma. En cambio, el llamado de Dios viene a invitar al hombre a ser parte de la eternidad, a introducirse -por obra y Gracia divina- en la eternidad de Dios donde su alma reposará luego de su paso por esta tierra. Es decir que Dios nos participa en la conversión, de la realidad eterna a través de Su Gracia. Y es por esto que estando con Dios, en Dios; no importan ya algunas cosas de este mundo, pierden vigencia, pierden validez aquellos pequeñísimos problemas diarios que son sólo un paso más hacia esa eternidad que me espera y me recibe si así lo elijo.
Sin embargo, sí podemos hacer algo nosotros en torno a este llamado, a esta invitación. La belleza oculta en las parábolas siempre nos enseña, y es menester observar con detenimiento la parábola del sembrador en este sentido:
Y como hubiese concurrido un crecido número de pueblo, y acudiesen solícitos a El de las ciudades, les dijo por semejanza: “Salió el que siembra, a sembrar su simiente. Y al sembrarla, una parte cayó junto al camino y fue hollada, y la comieron las aves del cielo. Y otra cayó sobre piedra: y cuando fue nacida, se secó, porque no tenía humedad. Y otra cayó entre espinas, y las espinas que nacieron con ella la ahogaron. Y otra cayó en buena tierra: y nació, y dio fruto a ciento por uno”. Dicho esto, comenzó a decir en alta voz: “Quien tiene orejas de oír, oiga”. Sus discípulos le preguntaban qué parábola era ésta. El les dijo: “A vosotros es dado el saber el misterio del reino de Dios, mas a los otros por parábolas: para que viendo no vean y oyendo no entiendan. Es, pues, esta parábola: La simiente es la palabra de Dios. Y los que están junto al camino, son aquéllos que la oyen; mas luego viene el diablo, y quita la palabra del corazón de ellos, porque no se salven creyendo. Mas los que sobre la piedra, son los que reciben con gozo la palabra, cuando la oyeron; y éstos no tienen raíces; porque a tiempo creen, y en el tiempo de la tentación vuelven atrás. Y la que cayó entre espinas, éstos son los que la oyeron, pero después en lo sucesivo quedan ahogados de los afanes, y de las riquezas, y deleites de esta vida, y no llevan fruto. Mas la que cayó en buena tierra; éstos son, los que oyendo la palabra con corazón bueno y muy sano, la retienen, y llevan fruto con paciencia”. San Lucas 8, 4-15
Está en nosotros el sembrador, y en nuestro propio alma, el campo. ¿Dónde sembramos? ¿Dónde dejamos volcar aquella semilla santa que hemos recibido?. He allí nuestra tarea, he allí nuestra pequeñísima parte… sembrar. Dios hará lo demás, Dios dará fruto, Dios se acerca a mi, Dios me busca y me quiere encontrar para que mi alma se convierta a Él, cada día, a cada hora, en cada momento. Y allí en juego está nuestra libertad también, ese gran regalo que esconde la belleza de un Dios que nos ama tanto que nos otorga la posibilidad de elegir, de discernir con nuestra inteligencia y abrazar -o no- con nuestra libertad, esa conversión a la que nos invita. Pues aquello abrazo con libertad es abrazado con amor verdaderamente.
¿Ya regresaste a Dios? ¿Ya convertiste tu alma? O mejor, ¿ya dejaste que Dios te convierta y te haga un hombre nuevo, una nueva mujer? ¿Ya te dejaste encontrar y abrazar por Aquél que te quiere para Sí en el Reino de los Cielos, sin tiempo y sin mal? “Conviértete, y cree en el Evangelio” reza la Tradición litúrgica el miércoles de ceniza. ¿Ya dejaste que el Salvador te encuentre para regresar al Origen?
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Agustín Osta
Publica desde noviembre de 2019
Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.
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