Con este artículo, mi intención es mostrar cómo la obra literaria puede equipararse al discurso retórico. Para ello tomo como punto de partida el segundo discurso del amor de Sócrates en el Fedro, en el que su autor explica cómo el alma caída tiene que iniciar una búsqueda de la Verdad, recordándola a través de la belleza, única idea que ha conservado el esplendor de la verdad en el mundo sensible. Según nuestra interpretación, la buena literatura puede ser, como la retórica, conductora de almas que eleve a la contemplación.
Una cuestión muy debatida sobre el Fedro de Platón es el esclarecimiento del tema que trata. Mientras que en otros diálogos hay un hilo discursivo claro, en el Fedro parecen discutirse dos temas: la concepción del amor y otros discursos. Estas dos cuestiones, sin embargo, están estrechamente relacionadas: el amor, tal como lo plantea Sócrates en el diálogo, nos lleva a la verdad y sólo conociendo la verdad se puede elaborar un buen discurso. Ahora bien, consideramos que la postura de Platón con respecto a la retórica puede aplicarse análogamente también en la poética. Es decir, que tanto de la literatura como de la retórica podríamos decir que son el arte de conducir las almas hacia la verdad por medio de las palabras.
En primer lugar habría que estudiar en qué consiste este arte de la palabra al que vamos a referirnos. La poética y la retórica tienen muchas similitudes pues ambas son artes (techné), es decir, son un saber cuyo resultado es una cierta producción. El objeto de ambas artes es el mismo: la verdad, expresada a través del mismo medio, la palabra. Sin embargo, la verdad es un objeto muy amplio que se puede abarcar desde diferentes formalidades. Tanto un filósofo y como un médico estudian antropología, aunque desde puntos de vista distintos. De la misma forma, la retórica busca persuadir sobre la verdad, mientras que, en su sentido más puro, la poética aspira a hacer experimentar el gozo estético de la verdad, su esplendor.
Examinemos cómo surge la obra poética y qué efectos produce en el lector. Sócrates empieza su discurso definiendo al alma humana con la metáfora del carro alado y su auriga. El auriga (la parte racional del alma) es conductor de dos caballos: uno bueno y hermoso (que representa el alma irascible) y uno contrario e indócil (que corresponde al alma concupiscible). El alma, cuando tiene alas (que representan la capacidad de conocer la verdad), surca el cielo y gobierna el cosmos. Pero si ha perdido sus alas, dejándose llevar por el caballo indócil (las pasiones bajas) cae a la deriva y tiene que aferrarse a un cuerpo. Las almas humanas son naturalmente aladas, rasgo divino, que nos permite gustar de la bondad, sabiduría, belleza… En cuanto a los dioses:
Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. Fedro, 247d Platón
Este contento del alma es lo que busca expresar la poesía. Las almas humanas no llegan a una contemplación tan alta (según Platón); sólo algunas llegan a vislumbrar las ideas y permanecer en ellas. Lo corriente es que el caballo indócil las arrastre y caigan a tierra, y desde ahí tengan que encontrar la forma de elevarse. Esto es lo que le sucede al filósofo y al poeta; ambos tienen una capacidad especial para elevarse a la contemplación a través de la belleza.
Sólo a la belleza le ha sido dado el ser lo más deslumbrante y lo más amable. Fedro, 250d Platón
Por eso, el hombre puede elevarse, por la contemplación, al recuerdo del mundo inteligible que ha dejado atrás. El verbo griego enthousiátzo significa estar en lo divino, poseído por un dios, lo que Sócrates denomina delirio divino. Este delirio poético o locura se define como
Aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco […] [D]e todas las formas de entusiasmo, esta es la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene como para el que con ella se comunica, y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado. Fedro, 249d-249e Platón
Este delirio amoroso lleva al delirio poético, y es una inspiración de las musas que «se hacen con un alma tierna e impecable, despertándola y alentándola hacia cantos y toda clase de poesía, que al ensalzar mil hechos de los antiguos, educa a los que han de venir» (Fedro, 244e). Cuando el alma (del poeta) se encuentra en ese estado, gozando de la verdad, desea expresarlo y, si los dioses otorgan la capacidad para hacerlo a través de palabras, surge la poesía. En realidad, cualquier alma poseída por este amor divino se ve en necesidad de expresarlo, pero cada alma lo hace según su modo de ser. La particularidad del poeta es que expresa la belleza de lo divino contemplado.
El delirio poético educa (educar tiene la misma raíz etomológica que alimentar) a los que han de venir, para enseñarles a elevarse hasta ese gozo. La obra poética quiere expresar la belleza contemplada, pero al hacerlo la imita (de aquí el concepto de mímesis), y por tanto se transforma ella misma en belleza que alimenta otras almas para purificarlas de las pasiones bajas (catarsis). Esta purificación permite que ellas mismas lleguen finalmente a la contemplación (que puede darse o no dentro de la obra literaria). Es por ello que la obra poética genera ciertos efectos en los lectores, y no surge únicamente de la necesidad del poeta de plasmar lo que contempla sino también de su intención de llevar a otros a su misma contemplación. Pero ¿por qué tiene el poeta (y todo aquel que se halle poseído por el cuarto tipo de locura) esa intención de guiar otras almas? Aquí es donde aparecen los conceptos de amante y amado, que son susceptibles de muchas analogías. Dice Sócrates, que el hombre corrompido es incapaz de dejarse llevar por lo bello a la belleza misma, «de forma que, al contemplarla, no tiene estremecimiento alguno.» (Fedro, 250e) En cambio, el que en su vida celestial contempló largamente las ideas,
Cuando ve un rostro de forma divina, o entrevé, en el cuerpo, una idea que imita bien la belleza, se estremece primero, y le sobreviene algo de los temores de antaño. Fedro, 251a. Platón
Este es el caso del filósofo y poeta. En el proceso de elevación del alma a lo divino se ve en la belleza del hombre. Por eso la literatura es imitación de acciones humanas, no simplemente la descripción de un paisaje. Es en los hombres donde más resplandece la belleza, y ésta es más resplandeciente cuanto más bellos son esos hombres. Por eso la tragedia, que imita a hombres mejores que nosotros, es formalmente más perfecta que la comedia, ya que esta imita a hombres peores.
Aquel que tiene una mayor capacidad de universalización puede descubrir y abstraer la belleza con más facilidad, y por eso puede ser amante de los hombres en un sentido más pleno. Esta belleza sensible y particular calienta la semilla que hace germinar las alas, las abres y las hace florecer. Así es como el alma afectada por la belleza «se empapa y calienta y se le acaban las penas y se llena de gozo» (Fedro, 251c-251d). Y, por esta razón, todo su gozo está en el amado y
No puede dormir de noche ni parar de día y corre deseosa a donde piensa que ha de ver al que lleva consigo la belleza. Fedro, 251d. Platón
Así es como la contemplación de los hombres bellos eleva hasta la contemplación del dios al que amante y amado seguían en su vida pasada, “y una vez que se han enlazado [el amante] con él [el dios] por el recuerdo, y en pleno entusiasmo, toman de él hábitos y manera de vivir, en la medida en que es posible al hombre participar del dios” (Fedro, 253a). Ese entusiasmo es la razón por la que el alma que ha llegado a este estado se encuentra plenamente agradecida con el amado, porque gracias a su belleza ha alcanzado esa contemplación, y se siente en la necesidad de conducirlo, para que él también pueda llegar a una semejanza total con el dios al que ambos veneran.
Es por esto que la obra poética tiene una función educativa intrínseca. Por último, tal como hemos comparado al poeta con el amante, podemos asimilar al receptor de la obra poética con el “amado conquistado por el amante” del que habla Sócrates, un amado que se transforma en amante y experimenta el anti-amor. El lector empieza siendo atraído por la mímesis, de forma que, como el amado conquistado,
Ni sabe qué le pasa, ni expresarlo puede, sino que, como al que se le ha pegado de otro una oftalmía, no acierta a qué atribuirlo y se olvida de que, como en un espejo, se está mirando a sí mismo en el amante. Fedro, 255d. Platón
A partir de ahí inicia un recorrido similar al del amante que finaliza en la catarsis: “[Al caballo indócil] se le acaba la indocilidad, humillado, se acopla, al fin, a la prudencia del auriga, y ante la visión del amado, se siente morir de miedo. Y ocurre, entonces, que el alma del amante, reverente y temerosa, sigue al amado” (Fedro, 255a).
En conclusión, si entendemos que el discurso de Sócrates en elogio del eros puede aplicarse como criterio de valoración para un buen discurso, también puede ser criterio para juzgar una obra literaria. La poesía debe ser reflejo de la belleza y, como tal, belleza ella misma. Pero la belleza de un discurso, como se ha visto, y por tanto la de una obra poética, no es únicamente el orden de las palabras o la perfección formal. La belleza es esplendor de la verdad. En filosofía, sólo cuando se conoce la verdad puede ésta expresarse adecuadamente, como se demuestra en el Fedro. Pero, en poesía, la verdad sólo puede expresarse cuando se ha experimentado.
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