Padre e hijo enfilaron la Avenida de la Borbolla, y pasaron por delante de Capitanía General, antes de atravesar la Plaza de España y salir al encuentro del Cid en la calle San Fernando. El padre sostenía la mano del hijo, quien agarraba con la otra una canastilla con caramelos de las cabalgatas de los Reyes Magos. Los dos iban en silencio.
Había cumplido los nueve años, y sería el primero que iba a salir como monaguillo. Su padre acababa de hacerle hermano de la cofradía de la Universidad. Era Martes Santo, y lucía un sol espléndido, que llenaba las calles de reflejos de oro y marfil, al sonido del tintineo de las bambalinas de los palios, bañadas en el aroma pontifical del incienso cofrade.
Como siempre que acompañaba a su padre el día de la procesión, con posterioridad a la Misa de Hermandad, pasaron a saludar a las santas imágenes. Un Paternoster al Santísimo Cristo de la Buena Muerte, un Avemaría a María Santísima de la Angustia.
El padre se despidió de su hijo después de dejarle con los demás niños y se encaminó en dirección a su tramo, con cirio del cortejo del Cristo.
Años después sería el hijo quien saliera en lugar del padre, ya aquejado por los achaques de la edad. Él salía por los dos. Al cumplir los veinte, cambió el cirio por la cruz, para seguir mejor los pasos del Nazareno.
Es muy bonito ser Crucificado por unas horas, mirar de cerca el misterio de la Cruz y preguntarse acerca del sufrimiento en la vida. Me ayuda mucho en mi día a día y en la manera que tengo de entender la Semana Santa, viviéndola de una manera más intensa y con más devoción.
Para un sevillano, no hay nada más grande que el andar en procesión con la cruz a hombros por las calles de Sevilla. Es algo que no se puede explicar con palabras por lo profundo de la experiencia. Es uno de esos momentos que pasan rara vez en la vida, en los que uno es consciente de una manera plena de estar viviendo algo único y casi se podría decir que sobrenatural.
Guardo recuerdos muy bonitos: En el tiempo de espera rezando en silencio ante las imágenes. La primera vez que salí de nazareno y el año que ocupé el lugar de mi padre en la procesión. Las conversaciones al llegar por la noche al claustro y ver entrar al Cristo pasada la media noche por el arco de la Lonja, con las velas encendidas en el monte de lirios, y la silueta recortada sobre la fachada del edificio, reinando un silencio sepulcral que podía cortarse con un cuchillo. Bajar la calle Sierpes, camino de la plaza de la Campana, abrazado a la cruz, con los ojos ahogados en lágrimas y un renovado deseo de ser santo.
Anécdotas para la posteridad, como aquella vez que llegando a la Puerta del León, con los pies abrasados por el calor de la calzada, dos chiquillos iban y veían corriendo a refrescar los pies con el agua recogida de una fuente a todos los nazarenos que iban descalzos.
El hijo sigue poniendo año tras año incienso por toda la casa y los discos de marchas procesionales que le regalaron sus abuelos, especialmente los años que no puede bajar a Sevilla. Tienen en casa un incensario muy bonito y ahí lo quema, a los pies del Sagrado Corazón. Y se emociona escuchando los tambores y las flautas, bailando al ritmo del andar de los Pasos.
Esto es lo que he vivido y he recibido en casa desde pequeño. Las tradiciones son herencia de un pasado que da sentido al presente, y que permite mirar con confianza al futuro. Es lo que forja la cultura de un Pueblo y nace siempre en el seno de la familia.
Así entiendo la Semana Santa, como un tiempo para Dios y para ser vivido en familia, porque la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas.
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José Palomar
Publica desde marzo de 2019
Abogado, me apasionan las humanidades. Disfruto mucho leyendo a los clásicos y fumaba en pipa. Intento vivir en presencia de Dios en mi día a día y trasportar mis pensamientos y ocurrencias a los artículos que voy escribiendo.
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